Un cuento de Martha Cecilia Rivera

Un cuento de Martha Cecilia Rivera

La advertencia de los renacuajos

 

Que cuando me vio la primera vez se emocionó con todo y temblor de piernas, sonrisa boba y una frase idiota, y olvidó además en dónde es que se deben poner las manos, se equivocó y me cerró en plena cara la puerta poniéndome un ojo negro, eso es cierto. Que algo de lo mismo sucedió cuando conoció a Jazmín, a Sonia, a Cristina, a Filomena, a Sara María y hasta a la más triste escoba con faldas, eso también es cierto. Esa no es la historia, precisamente por eso, porque fue siempre la misma historia, pero sobre todo porque no tengo interés en ninguna historia, ni que yo estuviera loca. Él tampoco. Entonces, lo que no será una historia pero es solo mía, es que, después de que lo hacemos, una vez a la semana al comienzo y ahora mucho más seguido, él se sienta a la mesa en ropa interior con sus calzoncillos tipo boxeador estampados de renacuajos, dibujos, por supuesto, engulle como pordiosero hambriento los platillos que yo he planeado desde el pasado encuentro, y me cuenta anécdotas de su vida terrible. No es que me importen mucho, aquí solo hay sexo, pero me incomoda que sus renacuajos parezcan advertirme algo. Ya sé, suena absurdo. La verdad es que me esfuerzo por no hacerles caso. Lo que ocurre es que cuando lo escucho, uno de los renacuajos, sentado de frente, parece fijarse en mis ojos. El siguiente, también de frente, mira hacia un lado como con disimulo, el tercero me mira luego a mí, el cuarto hacia al lado y así sucesivamente. Parecen dibujos en serie de una caricatura, ya sabes, cada dibujito es casi igual al siguiente aunque en realidad es distinto, para que al pasarlos rápido produzcan la impresión de que se mueven, y lo que estos renacuajos mueven son sus ojos como cuando una persona te quiere advertir de algo pero no lo dice. Eso es exactamente lo que ocurre con los renacuajos y ya sé que mi idea es de lo más idiota. No hay nada que yo pueda hacer, siempre tengo la impresión de que los renacuajos me quieren prevenir de algo, ¡qué idea tan tonta! ¿Él? Se emborrachó en la calle a la edad pionera de nueve años. Robó de su casa algunos pesos, fue al estanco, se compró media botella y se sentó en un andén hasta que se la bebió completa. Así lo encontró un adulto que lo conocía, quizás un vecino o algún pariente medio alejado que pasó en su bicicleta, reconoció en ese ente embrutecido al hijo de su señora madre, se apiadó y lo llevó a su casa, de seguro cargado aunque de esa parte él no se acuerda. Mientras me lo cuenta y mastica, los renacuajos me observan con su solemnidad de advertencia. Golpeó a su padre con un puño en la mandíbula a sus catorce años. Su madre en el suelo, después de que recibió la paliza de ese día, pidió clemencia para el energúmeno bastardo, el padre, aclaro yo, mientras que el agresor golpeado salió a la calle gritando ayúdenme que mi hijo me pega, ayúdenme que mi hijo me pega. La madre se levantó y golpeó al hijo con la escoba para castigarlo por haber causado un escándalo que tuvo ocupado a todo el barrio durante una semana completa. ¿Los renacuajos? Me advierten. Esa noche él lloró un poco entre el silencio de su adolescencia confusa, como lo son todas, sin arrepentirse pero con una perplejidad tremenda que no parece haberse marchado aún ahora, veinte años más tarde, porque todavía se pregunta si lo más grave de todo fue la paliza que recibió la madre, la del padre, la suya propia o todo el escándalo. Aquí, otra vez los renacuajos. A los diecisiete tuvo que robarse una motocicleta para escaparse de un profesor de su escuela que quería golpearlo por una razón que aún no recuerda, y debido a eso no obtuvo su diploma de bachillerato. ¿Los renacuajos? Ya sabes. A los veintidós lo despidieron del empleo sin ninguna causa. Renacuajos. A los veintiocho se metió en problemas que no fueron graves aunque alcanzó a pasar unas cuantas noches en la cárcel, afortunadamente su nombre quedó mal escrito en los archivos. Renacuajos de nuevo. Lo del año pasado, me dijo anoche, me lo contará mañana cuando venga. Renacuajos ridículos Después de todo esto, ahora ya los renacuajos francamente me molestan. ¿Qué quieren, de qué me advierten? Ya no es solo una vez por semana después del sexo, como antes, cuando él tiene sus pantaloncillos puestos. Ahora ocurre además cuando se los quita, esto ya se está poniendo grave. Me refiero a lo de las advertencias de los renacuajos. También sucede cuando me los trae para que los lave con toda su ropa, ahora que ya hay más confianza, un favor no se niega a nadie y menos aún a alguien con quien se tiene un buen sexo. Como resultado, ahora me tropiezo con la advertencia de los renacuajos a cada momento. Me siento como una perfecta imbécil. Después de todo, los renacuajos no advierten nada, son solo dibujos, todo es una fantasía mía. Sin embargo no puedo evitarlo, me advierten. Me miran, me advierten. Me advierten. Me advierten. La cosa está a punto de volverme loca. Tengo obsesiones con los renacuajos. Las noches cuando él no está, despierto sobresaltada y ansiosa, preguntándome cuál es el peligro tan serio para que mi mente se invente que unas caricaturas de renacuajos me lo advierten. Cuando él si está, me muero del susto. Ya ni siquiera puedo disfrutar del sexo porque mientras él me hace cosas, o respira o me habla, yo los miro. Si esto sigue así, tendré que ser firme y pedirle que no vuelva nunca a aparecerse por aquí con sus calzoncillos de renacuajos ni siquiera cuando no los trae puestos.

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Martha Cecilia Rivera. Narradora y poeta colombiana. Su trabajo, que ha recibido varios reconocimientos internacionales, incluye la novela Fantasmas para noches largas, el volumen de relatos Opera de un hombre que buscaba,y el poemario, Peldaños de Brecht. Actualmente colabora con varios periódicos y revistas escribiendo sobre temas de literatura. Puede leer su blog presionando el enlace.

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