Las vidas entrelazadas de la diva Lizza Fernanda y el académico Luis Felipe Díaz

Las vidas entrelazadas de la diva Lizza Fernanda y el académico Luis Felipe Díaz

 

Lizza Fernanda (Luis Felipe Díaz), como personaje travestido, comenzó su carrera en 1976 en Chicago. Realizó al principio espontáneos shows en las fiestas privadas de los gays, en las playas, en las plazas y frente al Lake Shore Drive. Todo fue inicialmente animado por el deseo de juego y jocosidad, por puro entretenimiento sin pulir, como lo hacían l@s demás muchach@s que sí se dedicaban al transformismo profesional. Casi todos mis amigos, por otra parte, no eran la típica “loca” trans sino tipos muy masculinos (como son la mayoría de la gente gay, cuando se cree lo contrario). Allí en el lago se hacían, los domingos por la tarde con las llamadas “locas”, concursos de belleza, donde nunca competí porque de día, bajo el sol, vestido de hombre o de mujer, no me veía ni tan siquiera afeminado. El público que presenciaba los espectáculos eran los macharrancitos gays de la comunidad latina y negra del área llamada Lincoln Park. Fue mi barrio desde que tenía más o menos quince años. Para esa época fui feliz, a pesar del saco oscuro que siempre cargábamos porque que veíamos cómo los boricuas no éramos muy queridos en esa ciudad y mucho menos en ese área de blancos. Ser gay “empeoraba” las cosas, pero me las arreglé como pude y le saqué buen partido a las situaciones que se me presentaban y aprendí la “bregadera”. Me encantaba la diversidad de la ciudad aunque hubiese dos o tres gringos y europeos estúpidos y xenofóbicos.

Ya para esa época del ‘76 había dos o tres chic@s por allí que habían intervenido en sus cuerpos, agrandándose las nalgas y los senos, siendo los primeros transgéneros latinos de los años 70, junto a otros gringos blancos y negros que desde antes habían realizado lo mismo. Se encontraban ya muchos bares que se especializaban en espectáculos de travestis-transgéneros (las chicas eran sencillamente sensacionales, casi siempre imitadores o lo que se llamaba female impersonators). Ya se había dado los inicios del gran Baton, un bar-teatro que presentaba los mejores espectáculos de transformistas y transgéneros y ya tenían transexuales (los primeros que se habían hecho senos desde los años 60). Yo sabía que desde un poco antes, en los años 60 en Santurce Puerto Rico había un club llamado El Cotorito que superaba todo eso.

En el Chicago de la época que hablo había oculto prejuicio racial y de género entre nosotros mismos, pero el ser todos gays nos unía de alguna manera muy especial, pese a todo porque notábamos que de esa manera nos iba “más bonito”. Yo en verdad no tenía una buena idea de qué carajo era todo aquello que estaba pasando. Yo había pasado de los 15 a los 19 años (la escuela secundaria —y lo demás que viene con ello); y eso de que hablé sobre lo ocurrido en los parques cerca del lago, se relaciona con mis 26 años, ya que había ido a Puerto Rico a hacer bachillerato y había regresado a Chicago en 1975 (más o menos). Siempre desde niño pude imitar mujeres (y otros artistas) pero no lo hice para un público gay hasta esa época de mis 26 años. Para ese tiempo solo me interesaban ver los espectáculos y uno que otro niño bonito… y ni tan siquiera de lo de transformista estaba tan seguro. (Ya casi no salía con chicas, pero antes sí... y con varias muy bonitas). Poco a poco dejé las chicas y los muchachos me gustaban de veras mucho más. La vida gay del transformismo y travestismo representaba algo mínimo en mi vida (circa 1975-76), pues era mucho lo que tenía que estudiar (iba tras una maestría en Spanish, Italian and Portuguese, con concentración en Lingüística Aplicada) y junto a los estudios me dedicaba a trabajar, trabajar, trabajar, dando clases en cuanto colegio había en la ciudad para poder sobrevivir modestamente en una urbe tan cara, y viviendo solo (ya me habían votado de mi casa desde los 13 años y aprendí a sobrevivir donde fuera). Y tuve que trabajar para pagar apartamento, muebles, los muchos tragos que me bebía y los cigarrillos que me fumaba. Me empezaba a ver (en mi imaginario) como si fuera Betty Devis o María Félix. Marlon Brando y Clark Gable pasaban cada vez más a un plano secundario.

Cuando regresé a chicago en 1976 comencé a hacer vida de joven gay. Cada vez que podía iba al Broadway Limited (el bar-disco de la época), en las calles Broadway y Belmont, un área al norte, cerca del lago y que estaba poblada mayormente por blancos gringos. Comencé a tener varias amistades del ambiente gay que no tenían nada que ver con la academia y que a mi simple e ingenuo entender vivían ese tipo de vida nocturna todo el tiempo. Eran muy dados a las drogas y a la bebedera (y por supuesto a la chingadera, como decían los mejicanos). Yo siempre fui mas tranquilito en cuestiones de sexo (creo que sublimaba mucho en los estudios). Al principio era un gran voyeur. Mas adelante aprendí otras cosas, pero siempre me defendí mucho de las drogas que provenían de la ara de los jipis de mediados del la década del 60, que yo conocía muy bien y que en mentalidad era como uno de ellos, aunque no usase sus vestimentas ni consumiera sus drogas (ya sabía de Herbert Marcuse). Muchos de ellos estaban políticamente organizados y me llevaron a votar por Ángela Davis, la líder comunista negra de aquella época. Era época de ir a los cines, la los bares-restaurantes por las noches (bien tarde) a comer humburguers y hotdogs, batidas de fresa o vainilla; de ir a ver obras de teatro vanguardista, ver los ballets rusos que venían a los mejores teatros de Downtown, y de besar chicas y más a los chicos. De ver (ligar) más de reojo a los muchachos guapos. Yo esperaba, en competencia con los demás, que me mirasen más a mí, pues me decían y repetían que era muy bien parecido y yo me lo creía.

Nunca coqueteaba ni menos me acostaba con amigos sino con desconocidos. Los amigos eran quienes me animaban a travestirme para las paradas gays (¡de ahora en adelante no pondré esta palabra en itálicas!), para el día de las brujas (que comenzó a ser un gran acontecimiento entre los gays de ese tiempo). Se corrió la voz entre ellos de que yo tenía algo así como una doble personalidad: podía ser muy masculino cuando vestía comúnmente de varón, y cuando estaba travestido parecía una artista del cine mejicano. También eran ellos los que me llevaban a participar en los espectáculos improvisados en los sótanos de las casas y en los bares también inventados, clandestinos y sin licencia de la ciudad. Fueron varias las veces que nos sorprendió la policía. A mí y a mis amigos cercanos, que eran en su mayoría boricuas, nunca nos arrestaron, principalmente porque no éramos emigrantes ilegales, y sabíamos comportarnos (“calladitos se ven más bonitos”) como los oficiales lo pedían. Las locas extranjeras se ponían bien bravas y atrevidas con la policía. Tampoco cabíamos en la perrera que casi siempre estaba atestada de mejicanos “ilegales”. Muchas locas mejicanas fueron arrestadas y llevadas por los policías de la migra a lugares muy lejanos (en la frontera) y nunca más las volvimos a ver. Los boricuas sufríamos muchas veces por esas personas, cuando ellos creían que nos burlábamos. A veces no había tan buena química entre los mejicanos y nosotros, pero poco a poco las cosas fueron cambiando y nos entendíamos cada vez más. A mí me querían mucho de Lizza porque con los ojos y los labios bien delineados y pintados me parecía a las artistas mejicanas clásicas de los años 50. Y era verdad porque aprendí a pintarme la cara mirando en la teve y el cine a aquellas artistas como María Félix, Silvia del Pinal, Elsa Aguirre, Dolores del Río y Olga Guillot (la última era cubana). En Puerto Rico me fijaba bien en Marta Romero, Lucy Fabery, Martita Martínez, Esther Sandoval, Beba Franco, Marisol Malaret, Carmita Jiménez, Ivonne Coll. 

Tenía en Chicago para aquella época de mediados de los años 70 un amante (llamado Pat) que era un verdadero queer y crossdresser. Le gustaba comprar prendas femeninas de vestir, y por el puro placer de tenerlas; especialmente bufandas, pañuelos y tacos. Le agradaba tener en la casa, y las usaba, prendas de ropa interior de mujer, sobre todo satinadas y con encajes que no sé describir pero eran muy femeninas y elaboradas. También acumulaba maquillajes y perfumes de mujer, que no usaba porque prefería emplear los que tenía para hombre (creo que eran marca Aramis). Pero nunca se vestía de mujer por completo. Era un fetiche que poseía con ciertas prendas y por el placer de tenerlas y a veces usarlas en la casa. Mi interés en estas cosas era distinto pues sabía usarlas en la calle sin ninguna vergüenza o temor. Y a él le impresionaba mi situación porque yo era el “machito” de la relación (sería el bigote y medio que yo llevaba casi siempre, como Jorge Negrete). De todas maneras él me ayudaba a arreglarme lo mejor que se podía, pues insistía en verme como una mujer seria. y no tan cómico y payasote como los demás. En mi caso, el vestirse de mujer no era nada privado sino público, para espectáculos, contrariamente a muchos otros que lo hacían por cuestiones secretísimas y sexuales. Pat había sido un niño de Wisconsin (de madre australiana y padre Suizo) muy feliz en su infancia (contrariamente a mí) y que ya a los doce años sabía lo que significaba ser marica (gay), pues desde joven sostenía relaciones sexuales con sus hermanos, primos y vecinos, y con medio mundo. Cuando lo conocí no tenía ningún problema en aceptar su identidad, llamada para aquella época, por los analistas, como homosexual —no nos gustaba el término, que es de índole patológica y enfermiza. La identidad gay la tenía bastante definida y no rechazaba su “femineidad” (era bastante amujerado y fino) a la vez que disfrutaba de la sexualidad que la naturaleza le había asignado (así lo veía él, quien no era en nada religioso sino laico, y a pesar de su pasado con padres judíos, que sospecho no eran tan estrictos). (Lo único que le molestaba era que yo oliese a mujer en la cama, con aquellos perfumes tan “penetrantes” que yo escogía). Desde entonces me baño y me limpio bien antes de ir a la cama, aunque esté solo, como hoy día (2012). ¡Cómo pasa el jodido tiempo; y los perfumes cambian también! 

La mujer cómica que los travestidos crossdresser buscaban en su interior (no debo incluir en esto a Pat, creo) era una chica muy ridícula que veían adentro de sí, como medida de rechazo risible a sí mismos y para demostrarse que no eran mujeres a pesar de que les gustaban los hombres. Se confundían porque como varones les gustaban otros hombres, y creían que eso los hacía ya amujerados en lo sexual; y hoy sabemos que no resulta así. Una cosa es que te gusten los hombres como cuestión sexual y otra que quieras verte como mujer cual cuestión de género. El que te guste lo femenino no te hace nunca una mujer (biológica). Ser afeminado puede resultar una faceta más de ser masculino u hombre (que yo he buscado y alcanzado, por cierto). Son las diversas maneras en que los hombres gays asumimos lo femenino. Por otra parte, much@s transexuales que ni siquiera tienen un pipi o algo parecido, como señal del sexo que les dio en un principio la naturaleza, sí se consideran mujeres (y eso no se debe cuestionar; ellas se entienden; es bueno preguntar cómo desean ser interpeladas). Yo no era ni soy así. Más bien en aquella época entendía que quería verme como mujer porque algo interno y psíquico me lo pedía, pero no tenía duda de que seguía siendo un hombre, un varón natural (con un pipi), que me gustaba tener otro hombre en la cama pese a que me gustaba vestirme de mujer en público. ¡Eso era distinto a ser como una mujer o el típico trans! Ésa era una de las muchas maneras que hay de ser gay. Y me libré de ansiedades innecesarias, contrario a algunos de mis amigos que se aterrorizaban con la idea de que los vieran como mujeres (cuando algunos eran en verdad muy afeminados). Su travestismo era un proceder ensayístico e iniciático por el que pasan algunos gays en la comunidad nuestra. Luego abandonan el travestismo y siguen siendo hombres que se acuestan con hombres, independientemente de su imaginario de género, véanse masculinos o más femeninos. Por eso la mayoría de los gays no tienen nada que ver con ser amujerado, travesti o incluso afeminados, como suele creer en general el público que no sabe mucho de estas cosas. Creo que incluso nosotros mismos tenemos problemas entendiéndonos. Estamos obligados a usar un lenguaje andro-heterodesignador que no concuerda con lo que queremos ser y decir. Ese lenguaje y simbólico personal y cultural que nos defina mejor lo estamos creando ahora, parecido a lo que las mujeres comenzaron a realizar desde principios del siglo XX. La mujer se sigue re-definiendo y construyendo en su propio lenguaje y símbolos, lo que la define en su diversidad otreica y diferenciada en nuestros tiempos. Los hombres heterosexuales tendrán que cambiar también su manera de definirse porque el mundo se ha transformado y ellos no.

Se tenía un pobre concepto, primero de lo que era ser gay y luego de ser un travestido (así lo entiendo hoy). Pero esa no era mi sicología, yo era diferente de lo que era diferente (¡que lío!). Primeramente yo anhelaba hacer algo artístico y elegante y había dentro de mí una energía subliminal que los mismos gays masculinos amigos míos no tenían (la energía ésa la poseían las llamada “locas”, así que yo sospechaba que era más como ellas y no como mis macharranes amigos, ni incluso como yo mismo, que tendía a ser como mis tíos: masculino en mi proceder social y corporal, más varonil que incluso mis macharranes amigos). Me identificaba espejísticamente (en lo pre-consciente) con mujeres parecidas a las que veía en la películas mejicanas y norteamericanas en los años 50 y 60. Muchos de mis amigos no sabían ni quiénes eran Jean Harlow o Kim Novak ni se habían fijado tan bien en los peculiares rostros de ellas, como yo lo hacía desde muy niño. Sabían de la Lupe, Iris Chacón, y sus locuras y extravagancias rápidas y populistas, los relajos y gufeos (cachondeos, dicen los españoles). Casi todo de fiesta y carnaval. Yo tenía otros pensamientos y otros modelos. No era el típico boricua del barrio y sus gustos salseros y pachangueros (... a veces sí). Era un jíbaro de Aguas Buenas que se había modernizado de una manera muy peculiar (aburguesada, creo) en Chicago con una diversidad muy amplia de gente, ya locas o heterosexuales. Nunca me sentí ser del barrio sino un emigrante metido en un mundo de gringos, negros y otros emigrantes europeos. Mi imaginario era distinto al del típico boricua. Mi familia siempre vivió en el norte de Chicago, con una gran diversidad de gringos mayormente blancos trabajadores diestros en aquellas fábricas tan extrañas de la ciudad. No sé por qué; la mayoría de los boricuas se iban al barrio (en el centro de la ciudad: las calles Division y California). Yo tenía que ir a los barrios boricua y mejicano, a ver las películas hispanas y los artistas que nos visitaban desde Méjico y Puerto Rico. Veía mucho a los mejicanos, sobre todo, quienes tenían buenas películas. Mi familia, sin embargo, quería americanizarse, no sé porqué razón; y yo me veía como un emigrante en aquel país en que siempre sería extranjero y no aspiraba a cambiar para ser aceptado; mis familiares sí, como muchos hispanos. ¡Al carajo con Gringolandia blanca y racista aunque viviera allí en una tierra que ellos habían invadido matando cuanto indio encontraron en su camino! Aquella tierra forrada de hierro y cemento eran tan nuestra como de ellos.

En una fiesta que realizó mi amigo-amante Pat, en una ocasión (la loca era exquisita para estas cosas), todos teníamos que imitar a alguna artista y la mayoría lo tenían que hacer bien travestidos. Alquilaron profesionales maquillistas y peluqueros para ello. Se divertían muchísimo y hacían en verdad las parodias más ridículas que se podían ver, porque eso era lo que deseaban y lo que se esperaba. Todo era para morirse de la risa y la diversión era tremenda. ¡Nunca me reí y gocé tanto! Al tocarme el turno todos hicieron silencio y se pusieron serios porque sabían que iba a doblar y bailar con seriedad las dos canciones de Lissette: “Copacabana” y “Ni su hombre ni su amante”. Pat entendía mucho de cómo yo era y de mis gustos, y me había confeccionado una trusa con un plumero rojo muy elegante y vistoso. Los zapatos eran muy altos para mí y me costó trabajo moverme con ellos en el improvisado escenario (la loca los compró como si fueran para ella, pues era muy diestra empleándolos). Pero creo que a mí fue a la única persona que aplaudieron con seriedad y me dieron dinero (nos metían billetes en el seno) porque a la verdad que los demás estaban en la joda y se veían y actuaban de lo peor. Casi todos estaban o borrachos o endrogados hasta el culo. Sus performances “tan mal realizados”; quizás se dejaban saber a sí mismos que no eran gays afeminados cuando la mayoría en verdad lo era. Algunos sabíamos que en inglés simplemente eso se llama denial (denegación subconsciente de sí mismo)... Pero así sobrevivíamos y ya todos sabíamos que estábamos sumergidos y jodidos en una sociedad que no nos quería ni nos entendía. Creo que nosotros como gays, a mediados de los años setenta, no nos entendíamos mucho tampoco.

Un joven que estaba allí en la fiesta me invitó (más adelante) a asistir, realizando los mismos números, a un club de la ciudad en el cual celebrarían su cumpleaños. La maestra de ceremonia sería la famosa Mrs. Kitty, a quien yo no había oído mencionar nunca. Ya en el espectáculo, al cual acudió mucha gente, yo me mostraba muy nervioso pero quería llevar a cabo aquella hazaña a como diera lugar, frente a tanto público eufórico (de niño siempre quise ser cantante y que me aplaudieran, pero no tenía voz. También era muy nervioso de varón pero descubrí que de mujer no tanto). Aquella era una gran oportunidad para mi narcisismo en aquella tremenda discoteca con artistas tan profesionales de ese ambiente travesti y un público de locas muy exigentes. Me sentí muy extraño en el camerino rodeado de tantas artistas travestis y transexuados ya muy diestros en todo y que me miraban con disimulo (y envidia porque tenía buena piel y buen cuerpo naturales). Mi vestuario era el más vistoso y mi cuerpo, aunque masculino y fibroso, de bailarín, era muy limpio y terso como el de las mujeres). Al final, muchos de los que me conocían no podían creer que lo hiciese mejor que varias de las otras artistas que estaban allí actuando. De ahí en adelante Mrs. Kitty me invitaba a salir en sus shows en el Club Normandie y mucho más cuando me pagaba lo que le daba la gana (casi nada), aunque siempre me dejaba beber de gratis durante toda la gestión artística y mientras ella estuviera en el bar. En ese entonces yo bebía bastante alcohol y fumaba como Betty Davis. Muchas de esas transexuales serias no tomaban alcohol ni fumaban porque sabían que arriesgaban el tratamiento de hormonas y el silicone barato de Méjico que se metían en las nalgas y en los senos. ¡No obstante, curiosamente ingerían otras cosas más peligrosas a la larga! Nunca me enteré de qué carajo era lo que se metían en el cuerpo y me alegro de ello porque nunca desarrollé vicios a las drogas, tan dañinas. Mi vicio era leer en ese mundo que casi nadie leía y decían que el “Quijote” era el segundo libro más leído, después de la Biblia. Ellos no leían ninguno. 

Ya para principios de los años 80 soy llamada a trabajar en algunas ocasiones como “bateadora emergente” (sustituyendo las que se ausentaban a última hora) en discotecas y salones de cierta importancia. Ya el público no me ve como una travestida más (pero para de vez en cuando; porque tampoco era cuestión de todos los fines de semana) del Broadway, de El Infierno o La Cueva, Lipps (no me acuerdo más) (los clubes que frecuentaba como artista), y menos como una de las que actuaba en lugares escondidos y clandestinos de la comunidad latina, como antes. Mrs. Kitty, quien era más bien una transgénero (con senos siliconados, hechos en Méjico, pero creo que mantenía un pequeñísimo pene bien escondido) que dominada totalmente el ambiente de los travestis en Chicago, seguía invitándome constantemente a sus espectáculos que por lo regular eran en renombrados clubes gays de la ciudad (dentro de lo posible, porque en verdad, a veces eran salones que no estaban del todo bien arreglados). Y actuaba con las mejores artistas, y en su mayoría transgéneros con unos senos y pómulos enormes. Todas decían que era mucho el dinero que Kitty ganaba y poco el que repartía (era como una Celestina bella, parecida a Sara Montiel). Una que otra vez me dijo cosas algo insultantes (como casi hacía con las demás a quienes veía como inferiores) y yo le respondía con las miradas del mismísimo infierno, sin hablar siquiera (había visto bien como lo realizaba María Félix). No obstante, Kitty era una empresaria muy exitosa y todos la respetaban y a mí me tenía una consideración y cariño muy especial. Para ella curiosamente yo era un “hombre” y no una loca como ellas. Por eso muchas de las travestis más chismosas y envidiosas se extrañaban que yo estuviera casi siempre presente en esos shows importantes, pues consideraban que yo no estaba al nivel de ellas. No obstante, ya comenzaba a tener fanáticos, y sobre todo la pandilla que casi siempre me acompañaba e iba a verme, eran mis primeros fanáticos y gastaban bastante dinero en el club (lo cual le agradaba a los dueños). También les agradaba mi música doblada, la cual era más retador, compleja, difícil en su sonoridad y de nostalgia casi mítica. Eran las canciones de sus madres, tías y abuelas nuestras. “Amor perdido”, “Perfidia”, “Acompáñame”, “Boca rosa”, “Un poco más”, “Tú me acostumbraste”, “Me importas tú”, “Bésame mucho”.

Por mi parte, todavía no sabía separar bien mi masculinidad de mi femineidad y no dejaba de ser lo que llamaban los gringos con sentido al despectivo, un “crossdresser” y las otras trans me lo dejaban saber constantemente con burla y deseo de ayudarme a la vez. Me decían qué estaba realizando, y que no se veía femenino, cómo mejorar. Para mediados de los años 80 alcancé mayor dominio del escenario y logré aparecer en espectáculos junto a travestis y transexuales cada vez más profesionales y talentosos, que me sirvieron de guía pues les robaba los trucos observando y copiándolo todo. Nunca estudié peluquería, ni maquillaje ni modelaje ni nada por el estilo. Era simple talento (más atrevimiento que nada) de una “loca”. El lugar que me faltaba alcanzar en performance era Le Baton Lounge, donde nunca me invitaron (y creo que en aquel tiempo entonces no tenía la pinta para salir al lado de aquellas “mujeres” tan fabulosas, como Chili Pepper y René Dejené). Me ha costado algo de trabajo llevar el cuerpo masculino que siempre he tenido al imaginario de mi consciencia que se concibe dentro de lo femenino. Llevar el cuerpo al aspecto aparencial que la consciencia quiere poseer es un trabajo titánico. Primeramente, requerido es creerse que se ha logrado ese acercamiento para comenzar a convencer al público que puedes ejercer el simulacro de ser una mujer, pero luego de saber una gran cantidad de trucos de ilusión óptica y teatrales. Muchas de las chicas de Mrs. Kitty poseían cuerpos muy afeminados y tal parece que la cuestión del proceso no les resultaba tan difícil como a los que éramos más varoniles. Sin embargo, la mayoría de ellas permanecían escondidas de día y solo salían de noche por más femeninas que se viesen. Creo que tenían la paranoia y hasta terror de que de día en la calle se dieran cuenta que eran en verdad, hombres. A la misma Kitty se le notaban algunos pelos de las barba y del pecho bajo la luz del día. A veces su caminar en la calle resultaba varonil. ¡No tomaba alcohol, porque es en ese estado que a las más femeninas se les sale el macho! Todavía hoy día no he visto una trans tan dedicada y profesional, trabajadora, buena gente en el fondo, empresaria, bella. Doblaba las canciones muy mal, pero bailaba muy bien…

Para terminar de leer la historia, puede visitar el blog (post)modernidad puertorriqueña.

Luis Felipe Díaz es catedrático de la Universidad de Puerto Rico.

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