Los que llegaron (fragmento de novela)

 

Sábado 29 de abril de 1797

San Torpetes de Pisa, Mártir

 

Tarde marchaba don Lluís de vuelta al Palacio Episcopal esa noche. Pero es que el prelado se encontraba francamente mal. Una tenaza de fuego le apretaba las sienes desde la media tarde y los escalofríos le sacudían el cuerpo. Las repetidas dosis del remedio que Ramón de la Cruz dejase en sus manos ya no le surtían efecto y le habían dejado un zumbido extraño en los oídos.

Pero ni modo. El manso del sacerdote no había encontrado manera de negarse ante el joven jíbaro, que con la pava tejida en mano le había suplicado se personase en su humilde residencia. Así fue como se encontró el prelado en un cuartucho en las cercanías del Callejón del Tamarindo. Arrodillado junto a un lío de sacos en el suelo, al lado de una joven mujer que se hallaba en trance de parir. Y que pedía confesión a gritos. A pesar de que las vecinas le aseguraban que el parto marchaba como debía en una primeriza. 

—Aguántate, muchachita, qué esto va pá largo.

Concluida la visita, don Lluís se encaró al silencio y la oscuridad. La noche se hacía más oscura, los senderos más accidentados, sin la compañía de un esclavo a su lado. Una escolta a la que el prelado no se había atrevido a insistir, dadas las bajas que el cólera se había cobrado entre el personal de la casa. 

No contaba tampoco en esta ocasión con la compañía de Estebanico. Las labores del chico se habían alargado más allá de lo que era común en él. Don Lluís no dudaba volvería a encontrarse al joven esclavo arropado en una manta dispuesta sobre las baldosas, a los pies de su camastro, como lo hacía desde el primer día del asedio, una vez cumplidos sus deberes. 

Qué exactamente comprendían los mismos, nunca le quedó claro del todo al sacerdote. Hombre y blanco, al fin, nunca se preocuparía el prelado de dilucidar el complicado engranaje que mantenía en funcionamiento el palacio. Un sistema que le permitía a don Lluís disponer de agua caliente para el aseo, por lo menos dos veces al día.

 

***

 

Para alivio de los residentes de la isleta, la canícula había amainado. Pero unas peligrosas ventoleras hostigaban las costas de la isla grande en los últimos días. El fenómeno ocasionó la retirada de la flota inglesa, lejos de los peligrosos arrecifes de Punta de Cangrejos. Muchos fueron los vecinos de esa localidad que se apresuraron por los caños estrechos, hacia la plaza del Bautista, a reportar que el enemigo había izado anclas y se dirigía a la alta mar. 

Unas ilusiones que fueron a morir en la orilla, en el sentido más exacto de la frase, con la vuelta de la armada inglesa a las costas cangrejeras.

Si no se dio la partida del enemigo, al menos atrás quedaron las brisas, alborotando faldas y arrebatando sombreros. Y la promesa de lluvias por venir. Un despliegue de tintes de arrebol amenizó la puesta del sol, ese sábado. Sobre un horizonte tornasolado se apilaron cúmulos grises, teñidos de rosa y de carmín por lo bajo. Y con la llegada de la noche, una neblina friolenta arropó la isleta.

En otro momento, don Lluís le hubiese dado la bienvenida a cualquier fenómeno que amainase el calor. Esa noche, distorsionada la vista por la dolorosa presión de las sienes, el celaje le dificultaba el paso. 

Sin duda fue la enfermedad que se cernía sobre el sacerdote la responsable de que eligiese para el regreso a palacio la banda oriental de la calle Luna. De haberlo pensado más detenidamente, un corto atrecho a través del Callejón del Toro le hubiese provisto un vecindario más salubre para la vuelta. Al contrario de la última vez que había transitado por esos parajes, algo captaba el sacerdote del escándalo en los alrededores. Notas no del todo sanas se percibían en las risotadas femeninas y los vozarrones masculinos en el trecho de la Luna por la que don Lluís transitaba. El todo del vocerío amenizado por los acordes de guitarras desafinadas. 

Doblemente bendito fue, por lo tanto, el momento en que se atisbó el cruce de la calle de San José, en la débil iluminación cercana. La esquina se encontraba momentáneamente desierta. En la media distancia, las sombras de los balcones vecinos se empozaban sobre el sendero. 

Fue entonces, con la promesa del alivio casi a la vista, que don Lluís recobró un recuerdo. Una escena inusitada de la noche anterior, que tuvo como marco la cirugía Picó, localizada a corta distancia de la encrucijada. Un raro suceso, como tantas otros vividos en ese lugar. 

Acababa el sol de morir en el momento en que se aproximaba el prelado al local. La puerta se encontraba ya cerrada. Con un tímido golpe sobre los tablones, como era ya su costumbre, entró el prelado, confiado de ser bien recibido. Como también era ya la costumbre. De Ramón de la Cruz no se percibía ni rastro, como en tantas otras recientes visitas. Venía don Lluís, sin embargo, dispuesto a pedir de la boticaria hermana, si fuese necesario, otro remedio para la creciente debilidad de su cuerpo.

En ese momento, María de los Dolores parecía haber puesto de lado la labor del día. En lugar de la manufactura de pócimas que solían ocupar sus manos últimamente, la boticaria concentraba en ese momento la atención en dos palmatorias de peltre, de obvia antigüedad, que ocupaban el centro de su mesa de trabajo. A su costado se arrimaba muy cerca Rosa de Lima, los grandes ojos negros de la mujer centrados, como ofuscados, en el par de velas. 

A la entrada de don Lluís, las manos de la boticaria todavía no terminaban de elevarse entre las bujías, a la vez que musitaba unas palabras que no llegaron a los oídos del prelado. Rosa de Lima, que parecía seguir el chisporrotear de las velas, como si embrujada, no acusó, ni con la menor reverencia, la llegada del reverendo visitante. 

En el incómodo silencio que se dio en la cirugía, su presencia todavía sin acusar, el sacerdote carraspeó hondo. Tras un breve vistazo hacia él, María de los Dolores inclinó el rostro entonces y apagó las llamas con un soplo certero. Tan rápida fue la acción que podría pensarse la escena haber sido conjurada por las sombras, de no hallarse los pábulos olorosos a buena cera de abejas todavía humeando en el aire del recinto. Al próximo instante la boticaria se dirigió hasta la entrada de la trastienda, llamando a su hermano a viva voz. 

Venía el cirujano de obvio mal humor. En algo se despejó la faz de Ramón de la Cruz al darle la bienvenida a don Lluís que aguardaba, todavía inmóvil, en el centro del oscuro recinto. Tomando al sacerdote del brazo, el hombre instó a don Lluís a que lo siguiese hasta la Plaza de las Verduras. 

A la salida de la cirugía, se desprendió de las sombras circundantes una figura. El cirujano lo despidió con un saludo rápido. “No pasa nada, hombre de Dios”. El sujeto, un moreno de espaldas descomunales, no respondió. Se volvió a perder en la noche, para apostarse de nuevo bajo los baches de oscuridad. 

En la media distancia, un puñado de vecinos transitaban aún por la Plaza de Armas, antes de acogerse con el toque de queda. Se cataban los vendavales que se habían desencadenado con más fuerza aún con la llegada del anochecer. En el breve intervalo que duró el paseo entre ellos, los dos amigos se limitaron a intercambiar un par de nuevas. 

Ante el ceño todavía fruncido del cirujano, don Lluís se atrevió nada más a confiarle la seca respuesta de doña Ana Clara, tímidamente repetida por el religioso. “De hablarle a don Gaspar de casamientos con pardos, no se le ocurra volver a sugerirlo, se lo suplico a Su Paternidad. Me perdonará Vd. el atrevimiento. Eso sí, siéntase en la completa libertad de terminar su refrigerio antes de emprender su camino”.

 

 

Este fragmento forma parte del manuscrito de la novela histórica Los que llegaron.