Una camisa de cuadros azules

Una camisa de cuadros azules

Fragmento de la novela inédita Ciudad de sal: crónica de un gringo desgraciado.

 

1. Volar

Te levantas en la luz de la madrugada. El pie torcido ya no duele tanto. Te bañas en el baño rústico bajo la ducha eléctrica con los cables pelados que brinda tres gotas tibias y cuatro frías. Te secas con la toalla húmeda y fría que nunca se seca de un día al otro en este clima. Te afeitas al aire libre sobre el pequeño lavamanos en el otro lado del patio, agachándote para poder usar el espejo que parece que fue colgado por un enano sin escalera. Te enjuagas la cara. No te miras.

Te vistes. Los jeans de siempre, la camiseta de siempre, el saco de siempre. Los zapatos Nike que ella te ha dicho que un día te los van a robar, que son muy llamativos. Aquí te matan por unos tenis, te ha dicho.

Encuentras en el closet una camiseta de ella. Unas medias. Un cepillo de pelo de plástico con un diseño de flores que casi se han borrado del uso. Una de esas cosas elásticas que se usan para recoger el cabello, color rojo. Un labial.

Pones las cosas en una bolsa de plástico que dice «Supertiendas Olímpica».

Hay que hacerlo. No es justo seguir fingiendo.

Ella trabaja en un centro comercial en el norte, no muy lejos de las oficinas del periódico. En un almacén de zapatos. Puedes pasar antes de ir al trabajo.

Bajas caminando a la Séptima para coger el bus. En la cigarrería de siempre consigues un tinto y un buñuelo. Comes de pie, rápido, poniendo cuidado a la bolsa que está allí sobre la barra.

Pasas un kiosco pero no ves el nuevo número del periódico. Se supone que iba a salir esta mañana. Hoy tienen la reunión del jueves, a las diez en punto, como siempre. Como vas, esperas llegar por allí a las once, pero sabes que de todas maneras el jefe de redacción no llegará antes de las doce. Él mismo te dijo eso.

Coges el bus pero va muy lento. Hay muchos trancones. Mejor dicho, la ciudad entera es un trancón enorme, con unos edificios y montañas en las márgenes.

Te bajas en la calle donde te dijeron que debes bajar. Llevas la bolsa en la mano. Hay que tener cuidado para no olvidar las cosas. (¿O se dice olvidar de las cosas?) Caminas unas cuadras para abajo. El pie sí te está molestando harto ahora.

No conoces el lugar pero te dijeron que está en la parte de enfrente, primer piso. El nombre no lo recuerdas, pero es un nombre corto que empieza con B. «Boli», será, o quizás «Bacci». Venden zapatos.

En la esquina das la vuelta y allí está el centro comercial, que todos conocen como si fuera gran cosa, pero ahora ves que no es nada especial. Ladrillo rojo como todo aquí en el norte donde los ricos viven una fantasía de la era georgiana en Inglaterra. Hasta insisten en que los niños estudien el inglés británico para que todo el mundo sepa que son de buenas familias georgianas.

En el andén hay dos mujeres que están luchando para empujar un carrito de esos donde venden perros calientes. (Una locura aquí, les echan cualquier cantidad de cosas encima, hasta trocitos de piña y papas fritas desmenuzadas.)

Más allá en la calle, en la fila de carros estacionados justo delante del centro comercial, hay uno que parece que está en problemas, que un humo blanco está saliendo del capó. Pero no hay nadie en el carro.

 

2. Amar

Te encuentras en un mundo de neblina y luz deslumbrante. Un mundo silencioso.

La neblina se disipa un poco. Ves unas figuras a la lejanía. Son espantapájaros, crees. Se mueven un poco. Están bailando, quizás. Qué locura.

Oyes un sonido que poco a poco va subiendo. Es como un viento fuerte, o un río poderoso que pasa muy cerca. Quizás justo debajo de la tierra, un río subterráneo. Pero fuerte. Tus huesos vibran con el poder del agua.

Idiota. Es el sonido tu propia sangre, el flujo de la sangre en tu cabeza. Corre desde el corazón hasta la cabeza, y regresa. Es natural, todo bien. Pero te extraña que nunca te hayas dado cuenta de ese sonido antes.

Cierras los ojos un segundo y cuando los abres te encuentras en un mundo de ladrillos y granizo. Un mundo de humo. No sabes cómo llegaste aquí pero está bien, la verdad es que es como interesante. Estás inclinado contra un muro de ladrillos rojos. Mejor dicho, pegado, como con pegante. El granizo también está pegado a los ladrillos.

¿Granizo? Te enfocas en un pedazo, un granito. Lo tocas. No es frío, no se derrite. Es vidrio, cabrón, cristal roto. Y hay otras cosas, pedazos de cosas, cascajos, trozos de metal torcido y papeles y otras cosas, todo pegado al muro. Te acuerdas de una palabra: «hojarasca». Pero no sabes qué quiere decir, qué tiene que ver. En el fondo están todavía aquellas figuras, los espantapájaros, mucho movimiento de piernas… pero es extraño… corren perpendicular del muro… No hermano… cuál muro… Qué vergüenza, estás acostado en el andén, como un maldito borracho. Tienes que levantarte antes de que te vean.

Con mucho esfuerza te incorporas. Y el mundo se pone de pie, pero precariamente. Al menos el andén está debajo ahora, donde debe estar. Te duele mucho la cabeza.

A una distancia corta hay una mano. Está a solas, una mano y la mitad de un brazo que ha perdido su persona. Nada de sangre. Tiene un reloj. Ves que la manecilla roja sigue marcando los segundos. Faltan veinte para las doce. Tienes una reunión, ¿no? No te acuerdas de qué se trata.

Una señora en un vestido azul pone su cara cerca a la tuya. Parece que está hablando, puedes ver sus dientes, destellos de oro, pero no oyes nada, sólo este viento, este río.

Todo huele a gasolina. Un hombre canoso, vestido como abogado, con traje y chaleco y corbata y todo, pasa corriendo como si fuera un atleta olímpico. Bien hecho, cucho, piensas. Bien hecho. El cucho está descalzo. Entonces recuerdas que hay algo muy importante. Sí, la reunión. Vas a llegar tarde.

Pero no. Otra cosa. Miras de lado a lado. La mujer te sigue hablando silenciosamente, muy de cerca, pero no importa. Al fin ves la cosa: una bolsa de tienda que está allí en la base de la pared. Gateas sobre el granizo para recoger la bolsa. No recuerdas qué hay adentro, sólo que es importante.

Levantas la bolsa y te pones de pie. No es fácil pero tampoco tan difícil como esperabas.

La vieja sigue moviendo la boca. Te agarra el hombro como para detenerte. Le quitas la mano y la empujas, fuerte. Se cae. Maldita vieja loca.

Te miras a las manos. Tienen unos pedazos de vidrio incrustados en las palmas y están sangrando un poco. Ni modos. Mucha gente está corriendo, por todos lados. En la calle y en el andén hay cristal roto y trozos de cemento y papeles y cosas con sangre que parecen ser partes de personas. Pedazos. Un señor muy aplastado. Triturado. Un espantapájaros que ha perdido su paja. Das unos pasos. Otro hombre. Y por allí una… ay no. No quieres ver estas cosas.

Es una niña, una pequeña niña de quizás ocho años. Está acostada, quieta. Le falta una parte de la cabeza. No se mueve. No hay mucha sangre.

Caminas. Te duele la pierna. Recuerdas que algo te había pasado con el pie, que te estaba doliendo antes. Ahora es más, pero ni modos. Caminas. Recuerdas las lecciones que te dieron: hay que estar consciente de los alrededores. Hay que mirar.

Otra persona te toca el hombro, intenta detenerte, y otra vez la empujas y sigues. Son cansones estos hijueputas.

El edificio está pelado, se ha caído su piel, su cáscara. Papeles y cortinas vuelan de los pisos más altos: es otro pobre espantapájaros con su paja saliendo por las costuras.

Aquí la calle está completamente cubierta de cristal roto. Te trae un fragmento de una memoria de tu niñez en el norte, hace mucho, mucho: es como caminar sobre la nieve después de varios días de frío duro. Cruje con cada paso. Tienes que prestar atención, mirar dónde pisas. Hay mucho humo y mucha sangre por aquí, y esas otras cosas. Tienes sangre en los pies. Tendrás que limpiar los tenis después.

Hay un hueco grande en la calle lleno de humo. Das un viraje para evitarlo. No te acercas a la orilla. Hay más personas en el piso. Un hombre que lleva camisa de cuadros azules. Una camisa bonita. Pero falta la otra parte, las piernas y eso. El tipo tiene una cara muy asustada, los ojos muy abiertos. Le miras a la cara de cerca y el tipo parpadea.

Sigues caminando. Encuentras el almacén que te dijeron. No tiene ni puerta ni vitrina pero el letrero está ahí arriba con el nombre. Hay zapatos regados por todos lados hacia atrás. Añicos de cristal y zapatos y zapatos. Entras. Al fondo hay una persona en el piso pero es un muchacho. No hay nadie más, ni ella ni nadie. Hay mucha sangre. Ahora destellan luces rojas, fuertes, colores que explotan en las paredes. Encuentras un taburete que de alguna manera se quedó de pie. Colgado del taburete hay un saco blanco con capucha. Lo reconoces, es de ella. De repente te da un pánico de que se te haya olvidado algo importante, pero no: tienes la bolsa en la mano todavía.

Te sientas en el piso al lado del taburete y bajas el saco y le quitas unos pedazos de cristal y lo doblas, cuidadosamente, y lo guardas en la bolsa, junto con las otras cosas. Un poco de sangre pero no mucha. Hiciste lo mejor que pudiste. No pueden esperar más de ti. Sientes que tu cara está mojada, pero sabes que no es sangre. No crees que estás llorando, pero salen las lágrimas. Y te quedas allí, quieto, sentado sobre el cristal roto, y abrazas la bolsa fuerte contra el pecho para que nadie te la quite.

Marcus Litwic es un escritor y dramaturgo gringo que vivió en Bogotá, Colombia, de 1993 a 1995. Es autor de la novela Ciudad de sal de pronta publicación.

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