Todos los chivas son putos

Todos los chivas son putos

 

Para Salvador Novo, por tu poema inconseguible

 

Those cats were fast as lightening,
In fact it was a little bit frightening
"Kung Fu Fighting", Carl Douglas

 

“No más pa’ que vean que soy hombre”, eso fue lo primero que escuché al abrir la puerta de la cantina. Reconocí la voz a pesar de que tenía más de 30 años de no escucharla. La última vez había sido en un partido Guadalajara vs. UdeG. Un juego que ganamos pero por el que lloré mucho tiempo.

Yo nunca fui bueno para el futbol. Siempre me ponían de portero, yo quería estar en la delantera, moverla por aquí y allá, con dos tres movimientos de cintura, finta, gambeta, pique, tiro al marco, gol, golazoazoazo, pero como era de los más chicos del barrio, siempre me tocaba la portería. Ni modo, a aguantar. De lo que nunca me convencieron fue de irle al Guadalajara, primero porque jugaban bien feo; luego, pues ni que yo fuera un albañil bicicletero.

Allá por el 74 empezaron en primera división los Tigres, los Tecos y la UdeG. Desde el principio me encantó la UdeG, por su juego dinámico, agresivo, de toque, de toma y daca, de descolgadas, de velocidad asombrosa, de músculos brillantes de sudor, de músculos fibrosos, de Eusebio Nené Jair, sudor y goles de brasileños enjundiosos caracoleros, cachondos, con jiribilla y efecto. Me comencé a escapar de la escuela para ir a ver los entrenamientos. Era otro tiempo y los jugadores no eran tan mamones como ahora, uno platicaba con ellos a todo dar, los conocía de cerca, uno llegaba hasta el baño y nadie la hacía de bronca. Me hice amigo de varios, cuates a toda máquina, y algunos de ellos empezaron a llevar sus carros al taller de mi tío Daniel; primero para que les arreglara los vehículos; luego, ya en confianza, para echarse unas cervezas y hacer una buena carne asada, hablar de futbol, de todo, de nada, carcajearse y olvidar.

En ese entonces la UdeG jugaba los miércoles a las 9 de la noche y después del partido iban llegando al taller media docena de Leones Negros. A esa hora la cerveza ya estaba bien fría y la parrilla trabajaba a toda capacidad para exhalar olores que provocaban la envidia de los vecinos, era como un festival, un rito de medianoche, los jugadores, mis tíos, mis primos, algunos cuates y yo, aunque yo no tomaba cerveza, yo nomás miraba y comía, como el Gato Chávez, a quien nunca vi beberse una sola cerveza. Creo que sí, que sí era un rito de medianoche en el que los Leones Negros se convertían en criaturas indomables, de lenguaje extraño y a veces incomprensible, leones de la madrugada cuyo poder disminuía al salir el sol. Por eso no me puedo explicar la final perdida ante el pinche América, en el 75-76; teníamos apenas dos temporadas en el fut profesional y nos toca el juego de ida en nuestra casa, de noche, con nuestra gente, y lo perdemos 3 a 0. No se puede explicar, ¿o sí? Nuestro portero era Nacho Calderón, un el mamón putarraco exchiva y actor de fotonovelas, que también había dado las nalgas contra Italia en el mundial México 70. El puto se creía muy carita y muy chingón, porque era el jugador más caro de aquella época, pero había rumores, había rumores, porque en los tres goles que le metieron los balones iban al cuerpo y él dobló las manitas.

Como la UdeG tuvo tanta suerte con los brasileños, mandó traer más, dos jugadores de experiencia y 6 jóvenes promesas. Entre ellos estaba Joan Baptista “La Boa”, un extremo derecho habilidoso, cascabelero, gambeteador, de piernas mágicas, toque divino, movimiento ondulante y cadencia enloquecedora. Nos hicimos amigos, le dije que yo nunca llegaría a ser profesional, no me veía ni en tercera división, él sonrió con sus ojos verdes y su cabello crespo y sus manos largas y sus piernas de mago. Me dijo que no pensara en eso, que no pensara en nada, que el que nace, nace, que todo está más allá la mente, en la piel, en la carne, la pelota hace lo que uno quiera que haga, que cierre los ojos y vea dónde la quiero poner, en el fondo de las redes, en la esquina donde las arañas tejen su nido, en el rincón inalcanzable de la felicidad. Comenzamos así y me enseñó muchos trucos, la chilena, la filomena, la chalaca, la media chalaca, el toque de tres dedos, el punterazo, la bicicleta y el alacrán. Dos o tres veces a la semana nos perdíamos de los demás para practicar. Fue mi Juan Bautista.

El equipo iba bien. De los jóvenes que habían llegado, La Boa era el mejorcito, ya casi terminaba la temporada regular y él había puesto 24 pases para gol, metido 7 goles y cosechado decenas de admiradores. En la fecha 37 arrasamos 12-1 al Monterrey que seguía dando vergüenza en Primera División. Ahora sí íbamos a ser campeones.

Yo, no iba bien; en el equipo del barrio me seguían poniendo de portero, quizá porque era malo, quizá porque mis cuates le iban al Guadalajara y los putos chivas seguían dando lástima ¿cuál pinche campeonísimo? Pura envidia porque mis Leones Negros rugían, los miércoles por la noche puro rugir y rugir, golear y golear; y ellos, los chivas, pura queja, que si los árbitros están vendidos, que al América no le marcan penales, que el campeón lo decidía Televisa, total, por llorar no cobran.

El último partido de la temporada regular era de trámite, nosotros ya teníamos el pase asegurado desde hacía cuatro fechas y el Guadalajara no calificaba ni de milagro. Allí me pasó lo que me pasó. Ya los llevábamos 4 a 0 y, en un tiro facilito, un calcetinazo de La Muñeca Bracamontes, Calderón se dejó meter el 4-1. El entrenador se encabronó y cambió a Nacho por el Gato Chávez. Luego luego, en un tiro de esquina a nuestro favor se hace el baile del área chica, entre los jalones de camiseta, los piquetes en la cola, los zurdazos al hígado y las paralíticas, La Boa le planta un beso en el cachete al Cheyo de la Torre, que era compadre de Calderón, el de chivas lanza un derechazo a la cara de La Boa, y le deja un nomeolvides en el ojo derecho al carioca, se arma la cámara húngara, la rebambaramba, esto es un zafarrancho, un sanquintín, una meleé, conato de bronca y el arbitro marca penal, penalti, pero no expulsa a Cheyo, nomás le saca la amarilla, que ya era costumbre entre tapatíos.

Cincoauno, putos chivas, cinco y vamos por más, cabrones. Los del Guadalajara saben que no se la van a acabar en dos tres meses, la burla va a ser diaria, para ellos, para sus hijos, para sus hermanos y para su pinche madrecita, y deciden atacar; en eso están cuando, en el minuto 41 del primer tiempo, Anguiano, con atingencia y pundonor, corta un pase, levanta la mirada y ve a La Boa en la otra banda, justo antes de la línea de mediacancha para romper el fuera de lugar; le manda un pase milimétrico que Joan recibe de pechito, la dirige con el muslo izquierdo y la deja muerta con el empeine del pie derecho para después darle un punterazo a la pelota y enfilarse al sexto gol. Es una visión negra, con su galope firme, sus piernas mágicas, su toque divino, su movimiento ondulante y su cadencia enloquecedora, pasa la mediacancha, treintacinco metros de la meta, treinta, linderos del área grande, está entrando, está adentro, cuando desde atrás le llega un bulto en forma de patada voladora, al más clásico estilo argentino, aunque el agresor sea mexicano. La pierna derecha de Joan Baptista, que era una máquina aceitada, ya es un resorte confuso, con una parte que se convulsiona y otra que responde por inercia. Cuando La Boa intenta levantar la pierna todo va bien hasta la rodilla, pero tres o cuatro centímetros más abajo, la pierna cae como una lágrima, sin respuesta del músculo ni del hueso, parece un calcetín vacío, una pierna rota para siempre, llamen a la ambulancia, La Boa está mal, hay lágrimas en la selva de los Leones Negros, esta noche los leones lloran, esta noche no hay celebración.

El reporte periodístico de Lalo Camarena dirá que, en una acción desafortunada, Joan Baptista La Boa resulta con fractura de tibia y peroné al tratar de superar en una jugada de garra futbolera al legendario Sergio “El Cheyo” de la Torre, de la sagrada dinastía jalisciense; parece que el reportero no escuchó la carcajada del Cheyo después de pulverizarle la pierna a La Boa, ni lo oyó gritar “No más pa’ que vean que soy hombre”, ni lo vio saludar de puño a Calderón cuando pasó por el banco de la UdeG; porque lo expulsaron, marcaron penal, metimos otro gol y terminamos 6-1, pero eso ya no me interesó, porque La Boa jamás volvió a jugar, se regresó a Brasil y no lo volví a ver. Tuvimos una buena liguilla y perdimos la final ante los Pumas, pero a mí ya no me importaba.

Años después, cuando la devaluación del ’82, me vine a Chicago. Dicen que en 1995 los Leones Negros desaparecieron, por cuestiones económicas, que se fueron a la segunda división, a la tercera, que los vendieron; yo, la verdad, ya ni supe ni me importó; alguien me dijo que en la zoología nunca iba a encontrar al león negro, que ese animal no existía.

Todo esto lo recuerdo ahora que, al entrar a esta cantina, vuelvo a escuchar al Cheyo de la Torre decir “No más pa’ que vean que soy hombre… aguanto siete, ocho y hasta más, porque yo sí soy macho, cabrones”, y volteo para ver a aquel sesentón, alto, bofo, con panza cervecera, bigote extemporáneo y ojos entrecerrados, típico chiva campeonísimo, y lo veo acomodar los codos en el mostrador de una esquina lejana del local, abrir más las piernas, hasta donde lo permiten los pantalones que se bajó a los tobillos, y ofrecer las nalgas, ante el rostro satisfecho de varios amigos y la espera trémula de otros.

Jorge Hernández. México, 1963. Desde 1988 reside en Estados Unidos.

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