Silvia Goldman reseña ‘Los perros locos’

Silvia Goldman reseña ‘Los perros locos’

 

 

los perros locos de Jorge Hernández
El BeiSMan PrESs, 2016, 166 pp., $12.00, ISBN 978-1540681133

 

En Los perros locos de Jorge Hernández (El Beisman Press 2016) los sustantivos devienen ofrendas que se disponen en el territorio del poema para que éste los reparta “como hostia, como agua, como fuego.” (14) Y es que “en este abismo / cada palabra / es un acto de fe,”(14) nos dice la voz poética en el primer poema del libro titulado “y todavía el fulgor, que se desmorona en tus labios.” Hay una cierta desnudez insinuada en los sustantivos acumulados en el poemario: un querer ir el hueso, lamerlo y no dejarse doler por el fulgor porque “iluminar (me/nos) duele.”(14)

“ahí queda mi sombra, como una meada de perro,” “porque tu nombre es un camino lleno de sol,” “el despechado,” “cuando uno tropieza con los zapatos ajenos,” “otro poema desarmado,” “la casualidad es un perro con hambre,” “olivo de luz nueva,” “un perro en el charco del verano,” “versos del ajolote,” son algunos de los títulos de los 23 poemas que constituyen este poemario. Se trata de largas descripciones, a modo de oraciones, que si por un lado imponen una cadencia que luego se expande en el poema, por el otro se dejan leer como fotografías cuyos detalles —labios, perro, camino, zapatos— operan como sinécdoques punzantes que van entrenando el ojo del lector. Son títulos que, así como todo el poemario, evitan la mayúscula. Y es que se trata de un monólogo que el lector alcanza a presenciar in media res, como si algo siempre lo precediera; no hay origen, hay la palabra que existe más allá de nosotros, desmembrada, enmendada, expansiva, —“iluminarme/nos”—, palabra en movimiento que nos busca y nos acorrala como si fuera un predador: “este canto es un tigre que va en pos de ti /nosotros,”(15) nos advierte la voz poética. Por eso la escritura de Hernández nos pide que agucemos los oídos como “perros locos,” porque en esta tierra baldía hay que abrir los ojos, hay que estar alertas y no dejarse comer por las palabras, sino anticiparse a ellas y cazarlas, y luego darlas como ofrendas.

Tampoco hay mayúsculas aquí porque no hay pretensión de priorizar, de enfatizar nada, sino de dar cuenta de un mundo que nos llega enredado, vasto; donde es trabajo inútil categorizar, ordenar. Dicha lógica resulta superflua y trivial en comparación con lo que pretende el poemario: hacer sudar, gemir, aullar al dolor. Y es en ese intento que el poeta —testigo alerta—, registra extraordinarias imágenes en las que el paisaje se subleva y mueve su cola de cachorro emocionado (“de las botellas salta una gata,” (18) “verbos que saltan al oler el sol” 28) y otras en las que se hace eco de una épica urbana que puede aplastarnos: “veo la luz que aúlla entre las ruedas del metro.” (31)

“la vía láctea sabe a frambuesa y huele a ron,” dice el epígrafe que acompaña al verso de Paul Celan que el poeta elige para el primer poema que abre, asimismo, con este verso: “bebí/bebimos/del pan de la locura”(13). Y con este verso se inaugura el registro de una duda, una oscilación, como si las voz poética se arrepintiera del “yo” para incluir al “nosotros” e incluirnos ya en esa locura colectiva de la que dará cuenta. Pero también lo que nos ofrece es el énfasis, la repetición, que retornará como gesto de escritura a lo largo del libro; a veces como insistencia y reafirmación y, en otros casos, como búsqueda incesante de la palabra precisa. Porque se trata de saciar un hambre que es también hambre de lenguaje. Los poemas son aquí “perros locos,” jadeantes y sedientos, que no cesan en su búsqueda ni tampoco en su habilidad para enterrar lo que haya que enterrar: ese hueso para después, esa reserva de hambre para calmar:

ahora/ siempre
un rehílete de nombres alumbra esa ventana
ni dónde poner el fulgor de las vocales
a dónde voltear las flores y las fraguas
por dónde no ver, no oír, ni ser
ni
nada”

Hay algo primitivo en ese estarse a solas y “caninamente” con las palabras, una necesidad de decirlas desde los sentidos, poniéndolas en la boca, masticándolas como si fueran carne, lamiendo su hueso y bebiendo su pan. Aquí también la voz poética “bebe” (“bebí”) y nos hace beber (“bebimos”) del “pan de la locura” porque “beber” no es solo el acto de tomar, sino el acto de confirmar que estamos vivos, que sentimos, que nuestros labios reaccionan al contacto con este líquido y ubicuo pan.

Una luz baja y pesada —como cuerpo que impone su gravedad—, atraviesa este poemario, una luz que es danza sonora entre el arrullo y la desesperación y que nos devuelve a ese mood celanesco con el que ya coquetea el primer poema y que vuelve como estribillo inevitable en otros. La luz es el reconocimiento de la ceguera con la que venimos al mundo y es, a la vez, la voz del otro que nos puede hacer de lazarillo (“porque tu nombre es un camino lleno de sol,” “te llamaré luz / para que me alumbres,” nos dice la voz poética 17). Otras veces nos traiciona (“futa, esta luz no alumbra nada” 21), dejándonos a solas con la certeza de su precariedad expresada en brevísimas locuciones —“ni/nada”, “ahora/ siempre”(13). Porque la palabra dada a luz está siempre a punto convertirse en cadáver: “parir palabra a palabra cada cosa / para perderla en el momento en que alguien la invoca.”(14)

A veces el poema nos trae ecos vallejianos, de esos niños para quienes el juego es, asimismo, un encuentro con la muerte, esas “memorias/ dobladoras de penas” sobre las que alertan los mayores en el poema III de Trilce. Nos confiesa la voz poética: “un día llovió tanto en mi infancia que hicimos barcos de papel y los /pusimos en el río de la calle, fue la única vez en ese pueblo aterrado” (el énfasis es mío 15). En la infancia parecen esconderse, bajo una suerte de código, las posibles formas de la ausencia. El recuerdo anecdótico “inunda” el poema porque la infancia no da cuenta solo de un estado biológico y síquico, sino que deviene un lugar, un locus de catástrofes. ¿Qué significa llover en la infancia sino una forma memorable y atávica del terror? Aquello “aterrado” vuelve en otros poemas a dar cuenta de una unción inescrutable entre la “tierra” y el “terror”. Lo que “aterra” es algo que está metido en la “tierra,” por eso el poeta tiene que ser ese “perro” que escarba el terror de la tierra y lo destierra: “levantemos la tierra de la tierra, / abajo está la carne, / casi viva, casi trémula, para acabar con la tristeza, con la jodidez” (33). Como Vallejo en Trilce, Hernández en Los perros locos recurre a los neologismos para darles vida a esas palabras que ya son casi cadáver. Términos como “jodidez,” “aterradero,” (“el aterradero se traga sus lágrimas de tanta sed que hay” 33), “rompidez” (“brilla la rompidez cuajada de piedrecitas parecidas a los recuerdos”31) y “jodidencia” (“desde la jodidencia / todos los trenes pasan tan lejos”31), no son sino ladridos, “charcos de tinta” (24), pasos al tanteo que intentan atenuar la ceguera total con la que venimos al mundo. Las palabras, cuando se dicen así, “caninamente”, pueden echar algo de luz en el camino; eso parece decirnos esta escritura.

Casi no hay puntuación en este poemario, la única recurrente y constante puntuación es la coma. La coma trabaja en los poemas como “el sol trabaja” (28): despacio, constantemente, dándonos la ilusión del horizonte (“canté como los horizontes” 53, nos dirá casi al final del libro). Por acumulación, va calentando las visiones, dando luz al poema para que el perro, poeta ciego, pueda escarbar: “quería que me devolvieras los naranjales, el asombro, la luz, el canto del día, el fuego de las piraguas, el perfume de gata del asombro, los jardines de tatuajes de gemidos de pájaros de olvido, ira, follaje y tígeres de voz del viento.” (19) Y en ese rehacer caninamente el mundo nos enseña, también a nosotros, nuevos recorridos para seguir “con la madrugada entre los brazos” (31) y cantar “como los horizontes.”

 

Silvia Goldman, uruguaya, radicada en Estados Unidos desde hace quince años. Poemas y artículos académicos suyos han sido publicados en revistas literarias de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. En el 2008 publicó su primer libro de poemas titulado Cinco movimientos del llanto (Ediciones de Hermes Criollo, Montevideo). En el 2016, la editorial Cardboardhouse Press publicó No-one Rises Indifferent to Sorrow, una selección de los poemas contenidos en la primera sección de dicho libro y traducidos al inglés por Charlotte Whittle. Es doctora en Estudios hispánicos por la Universidad de Brown y docente universitaria.