Sabotajes y deseos

Sabotajes y deseos

 

Solo voy con mi pena,
sola va mi condena.
Manu Chau, “Clandestino”

  

Ya en el tren Lucas recordó que debía caer en Washington y Clark, junto a la alcantarilla de la plaza. El desliz sobre las vías lo fue llevando por cada baldosa que había de recorrer, un rectángulo, otro y otro, hasta el punto preciso de la caída. “No se trata de caer —se corrigió Lucas—, en el papel del suicida ser suicida, con su dolor, su amarillismo”. Pensó en su madre y en la hermana, y miró de reojo a los otros usuarios, esos rostros que parecían escamotear el mínimo gesto. Aferrado al pasamanos, fue reconociendo las calles de Uptown, los viejos almacenes, el cementerio Graceland. Mientras el tren avanzaba, Lucas imaginó a varios de sus compañeros asumiéndose en ese instante como abogados o corredores de bolsa, como janitors o busboys, acaso alguno de ellos viajara en el mismo tren. También imaginó a Pablo en un Starbucks del downtown, casi pudo verlo agregando leche a su café, corroborando la hora y listo para ir hacia la plaza. Quiso pensar que Pablo hubiera querido estar en el vagón achicando la tensión, poniéndole humor a esos veinte minutos de camino hacia la escena. Pero Pablo realmente no hubiera querido estar con él; estaría bien a las puertas del Starbucks, junto a Martha, ambos sorbiendo de la misma taza, realizando ya su respectivo personaje. En el vagón, entre abrigos voluminosos y periódicos abiertos, a Lucas ya no le quedó más que seguir respirando ese olor a perfumes y a vaho de café. Volvió a repasar los anuncios en las paredes con los nuevos precios del transporte. Luego miró esas caras y esos cuerpos que pronto echarían a andar bancos y oficinas de gobierno. Asiáticos, negros, blancos, hispanos, empleados de cuello blanco. Nadie lo reconocería en su disfraz de cajero, pero en Chicago, a cualquier hora, quién lo reconocía.

Cuando tomó el asiento, Lucas se zafó los mocasines y visualizó el momento en que Pablo caería en la esquina de Dearborn y el instante en que Martha se iría de bruces a unos pasos de Pablo. Lo mismo harían los otros compañeros. Ante el estupor general, quizás reaccionara una recepcionista con actitud samaritana o un peatón llegara a aplicar los primeros auxilios, recién las ambulancias, el movimiento de patrullas y acaso un helicóptero. Sólo Lucas podía visualizar todo esto, sólo Lucas frente a la ventanilla del vagón al tiempo que, con cierta amargura, miraba las torretas del estadio de béisbol, luego las copas de arce floreciendo y las armoniosas casas de los yuppies.

Pasando Addison le dio por pensar que una hora después de la caída la ciudad retomaría su pulsación normal, con sus transacciones bancarias y el tráfico tenso por la primera visita presidencial. Estas mismas personas de caras matutinas entonces caminarían hasta las tiendas o a las oficinas comentando el suceso con desconcierto. Sabrían la razón, el porqué todos esos jóvenes se habían ido de pique en Daley Plaza en un día tan gubernamental. Provocar ese porqué era precisamente lo que esperaban Martha y Pablo y todos en el grupo, que lo cubriera la prensa y que se volviera viral en el Facebook. Semanas hablando de la acción directa contra el diablo suelto y ahora Lucas sintiéndose en la tangente. Entendía el interés de Martha por desarmar al diablo y a su klan, la aceptación de Pablo y de los otros ciento noventa, pero qué hacer contra su propio alboroto. ¿Era acaso el único indocumentado entre esos ciento noventa manifestantes?

Addison… Belmont...

Un mes viendo desde dentro los rótulos de esas estaciones, siempre estáticos y verdes, y siempre seis segundos para el ascenso-descenso de pasajeros. Ahora los rótulos y las paradas del tren le llegaban acompañados en aquel nuevo estado en el que no cabía ni un poquito de creencia. ¡Al diablo con el diablo anaranjado! Había que dejar de consentir que la visita del Narciso lo tenían en un vagón dispuesto a kamikase. Martha creyó haberlos prevenido de la posibilidad de la duda en los minutos previos: primero llenar a fondo los pulmones, luego pensar en la fluidez de cada personaje, en la precisión del performance. Por eso, en menos de veinte minutos, ese lentejudo oficinista que era Lucas debía cruzar la plaza en dirección al City Hall y después del estruendo caer sobre la alcantarilla principal. Martha había escogido para él esa alcantarilla como pudo haberlo hecho con cualquier poste, pero ahora Lucas lo tomaba como una lectura de su ánimo, de ese sentirse hueco e inseguro. Mas Lucas no iba a echar por la borda tantos cálculos de tiempo, semanas de práctica y planos de la plaza, no dañaría el empeño de ciento noventa novatos del activismo, vestidos ahora de mensajeros, homeless y gerentes... Ya estarían dirigiéndose a Daley Plaza, despojados por completo de sus carnés y sus ropas habituales. Lucas quiso levantar su ánimo pensando en ellos, era importante no echar abajo su convicción, su arrojo combativo frente al Narciso...

Fullerton.

Era el rush hour y fue notorio el número de trasbordos desde la línea marrón. Acá la gente se tuvo que replegar para dar cabida a esos usuarios, las puertas del vagón que no cerraban, el fuck! de un impaciente. El tren comenzó a andar. Ya no fue el desliz de las estaciones anteriores, sino más bien un avanzar caduco, parando aquí y de nuevo allá, con algún perno de la máquina quejándose. Lucas pensó que había que despedirse de Chicago y de sus cosas, del mes de abril y de sus homies. ¿Vivir desde ese día la deportación? Entonces el tren paró tras un tronar de fierros, una sacudida seca que fue pasando de un vagón a otro, causando apretujones y disculpas. Los pasajeros voltearon hacia abajo como para hallar el mal, pero sólo dieron con el piso. Por un instante delinearon un gesto de horror, como si el tren ahí parado entre dos estaciones les prefigurara otro estancamiento. Lucas mejor dedicó varios minutos para mirar las azoteas plateadas, el grafiti, las chimeneas... Supo que éste ya no era el Chicago en que Pablo llegaba al sótano con otra bufanda nueva, Lucas tarareando algo de la Mala Rodríguez o quejándose del trabajo de valet parking.

Hubo otro tronar de fierros que volvió a Lucas al vagón y al reacomodo de la gente, a la realidad de su par de mocasines hincándole los dedos. De nuevo el desliz, y el tren descendiendo hasta convertirse en subway, y el recuerdo de aquel viernes de nieve en que Martha llegó al sótano de la Kenmore, primero a quitarse las botas y las medias húmedas, y de inmediato un trago de cerveza. Venía a hablarles de Mao y García Márquez y los peligros inminentes ante la victoria del anaranjado, luego a convencerlos para que participaran en el performance. Lucas no entendía a cabalidad las frases sobre Tse Tung, pero en boca de Martha se tornaban agradables. La visita en sí la fue tomando Lucas como un bello desplante y Pablo más, mucho más, cada uno agotando sus palabras, dejándose llevar por la ventanita entre los incisivos, por el pelo crespo, por esos ojos de boricua. Al día siguiente Martha presentó a ambos ante el grueso del grupo, el visto bueno y la lectura en voz alta de los riesgos. ¿Están listos para vivir un posible arresto? ¿Tienen antecedentes penales? ¿Cuentan con documentos? Pablo respondiendo que sí a la última pregunta y Lucas nomás asintiendo con la cabeza. Fueron prácticas para gesticular mejor, pruebas de actus mortis y de interiorización del personaje. Pero en el trasfondo ella, antes y después del arte y los actos de protesta. Semanas que fueron suficientes para que el interés de Lucas tocara el cénit y se desvaneciera ante la posibilidad real de la deportación. Y semanas también que fueron suficientes para que el interés de Pablo se volviera una olla de presión.  

Ya el tren iba entrando al perímetro del downtown, a diez minutos de la detonación. Lucas se dio cuenta que no distinguía a ningún pasajero. Por varias estaciones había puesto sus ojos en un lector del Time, y hasta ahora ponía en claro que lo que ese tipo leía era una revista y que esa revista era el Time. “Nadie quiere darse cuenta de que el Agente Naranja es un dictador —serían palabras de Martha—. Its just like living in oblivion”. Sí, oblivion fue la palabra tan repetida por ella durante su segunda noche en el sótano de la Kenmore. Pablo embelesado por cada frase, como si entrara en un oleoducto y le cerraran los extremos. Lucas por su parte sintiendo una mezcla de embeleso y miedo. Por supuesto, Pablo podía quedarse en Chicago, vivir aquí con sus impulsos, ¿pero yo?, se dijo Lucas mientras alcanzaba el pasamanos de la izquierda.

Los vagones fueron avanzando. Otros miembros del grupo ya estarían haciendo tiempo frente a los aparadores o mirando por enésima vez si iPhone. Era la primera visita de la Calabaza Suprema y Lucas se acordó del otoño del patriarca. Martha estaría llegando a la plaza, empujando su triciclo de cartero, un cartero que sucumbiría a las patas del Picasso y poco importaban los raspones en el rostro.

Los rieles se estremecieron bajo la tierra. Afuera nacería el lago y una mañana gris entre los rascacielos. Era un martes cruel. El frío se obstinaba como un reptil herido y los pájaros no habían regresado a poblar los panoramas. Debajo de las bancas o al pie de los hidrantes del Daley Plaza, estarían alistando en ese momento los petardos. Acá en el tren, otra vez aquella noche en el sótano. Lucas había hecho que dormía en la sala con el sintetizador de la Mala Rodríguez y ellos allá en la habitación por primera vez, sus besos fluyendo como ruedas o como si ambos cantaran Te lo dan todo hecho y no dices ni pío. Lucas escuchándolos, mirando los zapatos de Martha en medio de la sala y su mochila sobre el sillón. Lo bueno es que amaneció y en la cocina hubo café. Martha dijo adiós. Pero volvió las siguientes noches… Sintiendo el vaivén del vagón, Lucas recordó la vez que recibieron la solicitud de empleo, Pablo podía viajar a Oregón y trabajar en la construcción, Pablo podía estudiar en donde fuera, Lucas no, el limbo era su existencia. Bastó un roce de Martha, un depositar de mano sobre mano, un acercamiento para purgar el coraje e inhalar la esperanza con un beso. ¿Por qué no confesarle que carecía de documentos?

El vagón había parado justo en la escalinata de la estación Lake, a una cuadra de Daley Plaza. Lucas subió por los empinados escalones. El bullicio de la ciudad ahí presente, los peatones como presintiendo algo temido. Lucas decidió batir a fondo la situación, como si un impulso radical le motivara los brazos y le hiciera anudar los puños. ¿Cuántos manifestantes serían arrestados y liberados bajo fianza? La fianza de Lucas serían las esposas y un vuelo al sur, a ese sitio que miró por última vez a los cuatro años. Lucas optó por no darse tiempo para pensar, había que caer sin decir ni pío, que este oficinista de gabardina gris se desplomara en el momento de la detonación.

Lucas se incorporó al tránsito de portafolios y corbatas. Según su Casio, faltaban dos minutos. Cuántos estarían volteando hacia los números parpadeantes o más abajo hacia las baldosas. Los encargados del detonante sólo esperarían el ligero silbido que daría la señal. Martha y Pablo ya estarían por entrar a la plaza, ambos convertidos en trabajadores del Servicio Postal. Pero ellos estaban aún muy allá, y Lucas acá mirando su propio reflejo en el vidrio del Do-Rite Donuts. De repente quiso reconocer el rostro de uno de los ciento noventa clandestinos que habían practicado con él los pormenores del performance, alguien que lo parara o que le metiera una zancadilla. Pero nadie podía pararlo ya. Había que ir hasta el fin. Sobre la acera nadie pronunció su nombre, no hubo un guiño, ningún dedo sobre el hombro. Lucas supo que debía evitar que los guaruras del Servicio Secreto notaran su inquietud.

Cruzó de una acera a otra en la esquina de Washington y Clark. Ya entre el cardumen de gente, en plena plaza, vislumbró al cartero caminando hacia el Picasso, el cartero que también lo percibía pero que iba firme, pasara lo que pasara, guiando su triciclo hasta el punto convenido. Lucas miró la alcantarilla tantas veces señalada en planos, corroborada en videos, simulada en prácticas. No esperó. Se fue yendo directo hacia la esquina de Dearborn, baldosa tras baldosa, ¿y si lo deportaban en cosa de días?, ¿cómo lo tomarían su madre y la hermanita? ¿Y quién le iba a abrir la ventana al gato? Todo se iba quedando atrás, con las baldosas, lejanos como las palomas de la plaza. Enfrente sólo la realidad de un minuto, de cuarenta segundos, de treinta... Entonces sintió un brazo alrededor. “Tú sigue caminando”, le dijo Martha. Ambos escucharon el silbido y el impacto de la primera detonación. Aquí y allá trastabillando, tomándose el estómago, sobre Daley Plaza se desplomaban casi doscientos ciudadanos. Un súbito despliegue de policías uniformados y decenas de agentes que ponían un arma en vilo. Pablo también había dado un salto y se había ido de bruces en una esquina de la plaza. Martha y Lucas, sin alterarse, siguieron con paso firme hacia la contraesquina, cruzaron la acera de la Washington y se desvanecieron en las entrañas de la estación del tren.

 

Raúl Dorantes. Llegó a Chicago a finales de 1986. Desde 1992 se ha dedicado a la publicación de revistas culturales: Fe de erratas, Zorros y erizos, Tropel, Contratiempo El BeiSMan. En la actualidad es director del Colectivo El Pozo y es autor de la novela De zorros y erizos.  Ars Communis Editorial publicó su colección de cuentos Bidrioz y recientemente publicó su segunda novela: El blues de Roma.