Rojo sobre blanco (fragmento de novela)

Rojo sobre blanco (fragmento de novela)

 

 

Mira la taza de café y ve en el círculo oscuro el reflejo de uno de sus ojos, y por un momento se confunde. Cree que el líquido negro es el propio reflejo de sus ojeras. Cada mañana después de la borrachera se siente enfermo, descompuesto, con ganas de vomitar.

El gallego Antonio, dueño del bar donde se encuentra, prepara un elixir para curarle la resaca. La fórmula, inventada por él mismo, consta de un huevo crudo, una pizca de sal, algo de orégano, y una medida de whisky. Cuando no tiene whisky, agrega cualquier cosa que supere los cuarenta grados de graduación alcohólica. Todos los ingredientes se mezclan en la licuadora durante treinta segundos, y queda listo para servirse.

Según Antonio, su elixir es capaz de levantar la borrachera de un muerto.

El gallego Antonio sirve el líquido en un vaso y, con andar cansino, se lo acerca al único cliente que tiene a esa hora de la mañana.

—Tenga Doctor —dice como dice cada mañana al servirle el desayuno, y como dice casi tres veces por semana al acercarle el elixir.

El doctor Arreola no se inmuta y hace un lugar en la mesa para recibir el vaso.

—Gracias, Antonio —responde el médico sin levantar la cabeza y casi sin abrir los ojos.

El gallego Antonio se retira con su andar cansino y recuerda que el doctor Arreola es el único que lo llama por su nombre. El resto de sus conocidos y clientes lo llaman Gallego o simplemente Gaita.

Ahora que tiene los dos líquidos frente a él, el café y el elixir, el doctor Arreola duda sobre cuál de los dos le sabe más asqueroso. Desde la calle y con movimientos apresurados, un joven de abundante cabellera, aros en los lóbulos, en la nariz y en la lengua, cruza la calle, irrisorio y sin mirar. Tiene suerte de que a esa hora de la mañana el tráfico es casi nulo. Entra al bar y busca con la mirada.

—Tordo, lo necesitan en Emergencias, parece que viene algo groso.

El doctor Arreola reconoce la voz de Cachito, uno de los conductores de ambulancia, pero no responde. No es que lo ignore, sino que le cuesta sincronizar los pensamientos y las palabras.

—¿Y Tordo? ¿Qué les digo? —insiste Cachito que, como siempre, actúa algo atolondrado y nervioso.

—Ya voy —dice el doctor Arreola con una voz que no parece la suya, sino más bien prestada por alguien que articula palabras por primera vez en su vida o con problemas en las cuerdas vocales.

Cachito saluda al gallego Antonio con un simple movimiento de la cabeza, y se vuelve al edificio de enfrente. Otra vez cruza la calle apresurado y sin prestar atención al tránsito. El gallego Antonio se dice que aquel chico tiene suerte de trabajar en un hospital, al mismo tiempo que se pregunta cómo puede tener tantas cosas extrañas en la cara.

El doctor Arreola recuerda que es un médico y que tiene obligaciones que cumplir. Con las palmas de las manos se masajea la cara tratando de darle una forma coherente a sus facciones, porque las siente como fuera de lugar, desubicadas, deformes. Se da cuenta de que no está afeitado, pero no le importa. Continúa su ritual de manoseo con el cuero cabelludo, masajea toda la circunferencia de la cabeza y siente como algunos cabellos crecientes le pinchan las manos. Le gusta esa sensación, le estimula las palmas al mismo tiempo que le parece divertido.

Al saber que se quedaría calvo, se dijo a sí mismo que sería un pelado con dignidad. Se rasuró lo que le quedaba de pelo, y desde aquel día se consideró pelado a voluntad.

Toma coraje y levanta el vaso con el elixir hasta medio camino entre la mesa y su boca. Para el otro medio camino se dice que uno debe estar loco. Como puede y sin pensarlo, bebe el elixir. Lo traga con rapidez, sin demorarse en degustarlo; ya lo conoce bien y no quiere que le suceda lo que inevitablemente va a sucederle.

Termina el vaso y lo apoya delicadamente sobre la mesa. Traga los resabios del líquido que se le escapan por entre las encías y las muelas, y pretende que no sabe de qué se trata.

Pero es inevitable. Cada vez que bebe el elixir le pasa exactamente lo mismo.

Siente una rara combinación de mareo y vértigo. Un ligero temblor en el estómago y en la tráquea. Un ardor que nace en el vientre y que vorazmente empieza a expandirse por las entrañas. Algunas contracciones le vienen desde el esófago y le deforman las facciones de la cara, le hacen arquear la espalda y aferrarse con fuerza a la mesa. Clava las uñas en la mesa y luego cierra los puños. El doctor Arreola sabe que hay algo rebelde dentro de él, algo que resiste inútilmente al elixir del gallego Antonio. Aguanta el primer embate, nota que la garganta se le cierra para contener el envión que proviene del estómago. Respira profundamente, la terapia aún no está concluida. Una segunda oleada le asalta la garganta y se filtra llegando a las papilas, dejándole el sabor horrendo de la mezcla infame formada por el elixir, la bilis y los ácidos del estómago. Traga otra vez como puede los restos de la mezcla y se prepara para lo peor. El temblor se acentúa. Las piernas se le mueven desesperadamente. Todo él vibra. Un volcán está en erupción y parece incontenible. Una tercera carga lo sorprende con fuerza arrolladora, no tiene tiempo de respirar, cierra la boca con fuerza y como puede trata de contener la mezcla rebelde. Los productos del estómago le llenan la cavidad bucal hasta su máxima capacidad, por un segundo piensa que no va a poder contenerla y que va a vomitar como tantas otras veces. En un esfuerzo casi heroico, detiene la sedición y la envía nuevamente al estómago. El gusto horripilante que le queda en la boca se compensa con la dudosa satisfacción de no haber vomitado. Igualmente, su pobre victoria lo deja más cercano a una elegía que a una canción de cuna. Mueve la lengua varias veces y se quita los vestigios de lalucha. De a poco se reincorpora y recupera el equilibrio y las fuerzas. Paga el café solamente, porque que el elixir es cortesía de la casa. Se pregunta cómo diablos el gallego Antonio dio con aquel elixir que increíblemente le resulta infalible.

Al retirarse, se repite la misma promesa que se ha repetido tres veces por semana durante el último año y medio.

Ésta es la última vez.

 

Fernando Olszanski, autor de Rojo sobre Blanco y otros relatos, reside en Chicago.