Mis albores en Gringolandia

Mis albores en Gringolandia


Vida migrante en los campos agrícolas de Estados Unidos. Foto: Craig F. Walker via Getty Images

Entre mis múltiples fallas y defectos está el de la credulidad, el de creerle a la gente todo lo que me digan de un modo literal y a pie juntillas.

Tengo dos imágenes grabadas al rojo vivo en mi carcomida memoria, imágenes con las que se marca la pauta de ser yo una mexicana en Estados Unidos.

Según mis cuentas fue en octubre de 1967 cuando mi hermana Irma y yo, acompañadas de la amiga de mi madre, La Viuda (doña Estefanía), esperamos a mi papi —jugando bebeleche, recuerdo— para cruzar la frontera por San Ysidro a California con flamante credencial de residentes permanentes. Lo asombroso de ese momento fue constatar que teníamos coche (¿acaso éramos ricos?). Aturdimos a mi papi hasta que como pudo nos dijo que el color del coche era como el de las amapolas que se dan silvestres en la ranchería de donde era originario (se le dificultaba nombrar los colores). Se le quedó El Amapolo a aquel carro.

Pero la imagen a la que quiero llegar es a esta: Mi padre nos lleva a Irma y a mí con mi mamá (no sé cuántos meses teníamos sin verla; ella inmigró en 1966). No recuerdo las circunstancias; no sé si llegamos antes a casa. El caso es que es un cielo azul muy despejado. Es tantísimo el calor que a la distancia las cosas viborean indefinidas. Nos encontramos en un sembradío de tomates. Hombres y mujeres trabajan empinados, a gatas, sentados (en mi memoria infantil los veo moviéndose de manera mecánica, como títeres). Unos arrancan las matas de tomate, las sacuden fuertemente, mientras otros, entre ellos mi madre, Marga, recogen velozmente los tomates con los cuales llenan unas cajitas (no sé si de plástico o de madera).

Marga va vestida de pantalón, camisa de manga larga y sombrero de ala ancha para protegerse del sol. Nos oye o ve llegar, se incorpora para apoyar las sentaderas en los talones. Su cara, empapadísima de sudor, es de un color casi púrpura. No puedo imaginar lo que siente en el momento de que ve a sus dos hijas pequeñas después de meses de tenerlas lejos. Irma y yo corremos a abrazarla. Seguro la llenamos de preguntas y enseguida nos interrumpe para decirnos que a ella y a papi les hablemos de tú.

Imagen número dos: Estoy yo en un aula de clases. No sé si es con la maestra de primero o de segundo de primaria (porque como soy tan pero tan lista, en un momento me pasan a segundo grado). No hablo inglés. La maestra sostiene una cartulina blanca con un cuadrado de color rojo. Con su índice, apunta al cuadrado y me dice algo en inglés. Y yo, como les digo, que soy tan pero tan lista entiendo que me está preguntando de qué color es el cuadrado. Ufana y segura digo “rojo”. Ella mueve negativamente la cabeza y la niña buena que soy se preocupa por haber fallado en la respuesta. La maestra repite el movimiento y yo repito mi respuesta: “rojo”. Hacemos este vaivén de pregunta y respuesta hasta que en un momento después de que yo vuelvo a decir “rojo”, ella inmediatamente me dice red. Ah canijo, dice mi cerebro en silencio. Yo insisto con mi rojo y ella con su red. Todo termina cuando ante su apabullante autoridad e insistencia pierdo la batalla, entierro mi rojo y aprendo mi red, repitiéndolo tímidamente para esa mujer de tez tan blanca que entiendo lleva las de ganar.

Así fue cómo, a tropiezos me fui haciendo de mi segundo idioma. Me tardé muchos, muchos años más en incorporar la cultura de este país a mi vida con cierta aceptación y tolerancia. Por mucho tiempo me mantuve con los míos en los márgenes de esta sociedad. Yo creo que fue hasta bien entrada a mis treinta que empecé a sentirme como mexicana asimilada a la cultura mainstream de Gringolandia. Así voy, pues, media dividida. ¡Larga vida para el rojo, carajo!

 

Margarita Hernández Contreras, guadalajareña, vive en el área de Dallas. Es traductora profesional del inglés al español. Para comentarios: mhc819@gmail.com