Memoria y olvido: la buena ‘Razón’ de Walter

Memoria y olvido: la buena ‘Razón’ de Walter

En 1985, yo trabajaba en la librería Europa de Chicago. Podía decir —parafraseando al gran Flaubert: “la librería soy yo”. Era un iluso. O más bien: era un Milusos. Hacía de todo: era el Gerente General, el Vendedor No. 1 y el Barrendero (mayúsculas, please). Gozaba mi independencia. Los dueños de la tienda, Hubert Mengin y David Chmielnicki, franceses ambos, confiaban en mi rectitud de hombre probo (a pesar del mísero salario que me asignaron) y en mi capacidad de librero, demostrada a lo largo de tres años. Durante ese lapso había forjado lazos profundos con gentes admirables. Lo que me dijo Monsieur Hubert para persuadirme de aceptar un puesto tan mal remunerado (en lo económico) resultó cierto: gracias a la Europa llegué a conocer a intelectuales como Cedric Belfrage —el traductor de Eduardo Galeano— y mi añorado amigo Edward Sachs. También amisté con profesores universitarios, y con maestros de primaria y secundaria que me hicieron redescubrir textos escolares olvidados, y también algunos nuevos. Las librerías son panales de inteligencia y cultura; lástima que ya estén desapareciendo. Eran los años de la Thatcher y Reagan, dúo desalmado y belicoso. Pobres de espíritu, hinchados de poder y de soberbia, causaron estragos en el continente. Las garras y colmillos de la “Dama de hierro” rasgaron las Malvinas. El “Gran comunicador” se cebó en Nicaragua; su calaña y vileza se confirmaría en 1986, con el Contragate. La derecha recibía las bendiciones de estos líderes de alma fría, yerta. En el Cono Sur, cinco países aún vivían bajo la bota militar; en Centroamérica, las luchas de liberación se reprimían a sangre y fuego. En la librería Europa, muchas mañanas escuchamos por la radio pública (NPR) relatos de hechos inauditos, condenables; por las noches, era frecuente mirar en TV programas como “Frontline” (PBS) con imágenes desoladoras de la barbarie. Lo único memorable de la infamia fue que a muchos latinoamericanos nos hizo tomar conciencia de nuestras desgracias comunes. Nunca como en esa década conservadora aparecieron tantos grupos solidarios en Chicago. La cultura ayudó a mitigar el dolor y la desesperanza. Casa Nicaragua, El Centro Ruiz Belvis, OSGUA, Casa El Salvador, el Centro Cultural Pablo Neruda (por decir algunos) exhibieron la cara oculta, genuina y generosa de esta ciudad. En ese tiempo el exilio no era mal visto (como en esta desquiciante Era de Trump). Desde la librería Europa, yo mismo hice lo poquito que pude para ayudar a la causa: vendía entradas a los conciertos de grandes artistas como los Parra, Atahualpa Yupanqui, Inti-Illimani y Quilapayún, para reunir fondos y apoyar a los paisanos de allá. Fue por esos días de 1985 que llegó a la Europa un señor que me pareció enorme (por su vientre abultado) y de porte distinguido (vestía de corbata y traje oscuro, cosa rara en aquel local tan escaso de lujos). Cargaba un pequeño maletín, lo que me hizo pensar que se trataba de algún médico del barrio (había varias clínicas por esa zona, conocida como Lakeview). Aquel hombre se paró ante las mesas de novedades y estuvo un buen rato hojeando los libros, Finalmente, me preguntó si yo había leído ya alguno de ellos. Le dije que cómo no, y le mencioné dos o tres títulos que en mi opinión eran realmente notables. El hombre quiso saber mayores detalles, y yo comencé una larga y fastidiosa disertación sobre historia y literatura (los temas que abundaban en aquella mesa). Debo haberle parecido muy ridículo y pedante, porque capté ironía en su sonrisa. Luego me preguntó si conocía la literatura peruana. Le dije la verdad: casi nada. Fuera de algunos cuentos de Arguedas y Ciro Alegría, el único que me había entusiasmado de veras era Mario Vargas llosa. De él sí creía haber leído todo —o casi todo— lo que había publicado. Quiso saber cuál era mi libro favorito de Vargas Llosa y yo, sin pensarlo mucho, le dije (casi gritando): ¡la maravillosa, inigualable Conversación en La Catedral! “¿Te gusta entonces la novela política?” —me dijo— “¿Por qué no me cuentas de otras que también hayas disfrutado?” Y allí estoy yo: perorando como loro desafinado, lanzando títulos a diestra y siniestra: Si te dicen que caí, de Juan Marsé; Los errores, de José Revueltas; La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán; Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva; La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes; etc., etc. (¡Qué vergüenza!) Entonces, muy formal, el caballero se presentó conmigo: “Mira muchacho” —me dijo—, “me llamo Walter Briceño. No sé si hayas oído hablar de mí. Fui director de un semanario, el periódico La Raza, por más de diez años. Yo tomé ese periodiquito cuando no era nada, y lo transformé en éso que ves hoy día: el periódico (en español) más reputado y leído de Chicago. Pero no hace mucho tuve que abandonarlo. He tenido diferencias con su nuevo dueño, un uruguayo arrogante que sabe mucho de publicidad y de la radio, pero nada de los medios impresos. Ya estoy hasta la madre de lidiar con esa clase de gente”. Yo apenas conocía La Raza. Cada semana pasaba por la librería un joven trayendo unos ejemplares (para regalar a los clientes) pero yo apenas los hojeaba. Mi principal fuente de información eran Proceso (México) y The Nation (USA), dos semanarios a los que estaba subscrito. Elitista que era yo, veía a la pobre Raza como un periódico mediocre, muy por debajo de mis expectativas. Por supuesto que en ese momento callé. Alguien tan tolerante con mis impertinencias no se merecía el agravio de mi poco parecer. Walter Briceño abrió su maletín, extrajo una revista de unas veinte páginas, de tamaño igual a La Raza y me siguió contando: “Mira… ¿Cómo te llamas?… ¿Humberto? … Bien Humberto, pues resulta que estoy a punto de lanzar mi propia revista. He conseguido reunir a un pequeño número de personas (casi todos médicos) que me apoyan y creen en mi proyecto. A diferencia del señor Luis Rossi y sus pupilos, yo sí soy un periodista profesional, de hechura. Soy del Perú, y en Lima llegué a publicar en Caretas, la revista más importante del país, donde por cierto también escribió tu admirado Vargas Llosa”. Walter puso en mis manos el número cero de La Razón y me explicó: “ésto es sólo un machote (un borrador) de lo que va a ser la revista. Como puedes ver, el formato va a ser similar a La Raza, pero espero darle mejor presentación, más profundidad en los artículos, y un criterio editorial más independiente. Si lees la entrevista que aparece en sus páginas con el alcalde de Chicago, Harold Washington —yo mismo la redacté, como todo este número cero— te darás cuenta que no pienso hacerle ningún favor a ningún político. Ya basta de cojudeces. La Razón va a ser motivo de orgullo para los latinos”. La revista lucía fotos espléndidas en blanco y negro. La más vistosa, que ocupaba la portada, exhibía el rostro sonriente del primer alcalde afroamericano electo en esta ciudad. Las preguntas, como pude observar rápidamente, no eran complacientes ni tendenciosas. Walter se miraba satisfecho. —No te puedo regalar este único ejemplar, Humberto —me explicó— porque lo necesito como demostración del proyecto. Aunque tengo ya a esos médicos que te digo, no cuento más que con otros dos colaboradores. Figúrate: salir a vender mi propia revista, yo, su director… y para eso no cuento con ese talento enorme del pequeño Luis Rossi… a propósito Humberto… ¿tú escribes? Porque por la cantidad de títulos que mencionaste me doy cuenta que sabes de literatura… Apenadísimo, le confesé a Walter que siempre había soñado con escribir. Que en mi adolescencia había incluso intentado ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Guadalajara (UdeG) la única universidad pública—aparte de la UNAM— que ofrecía ese tipo de cursos en México. Me había sido imposible, por ser nativo del estado de Durango (había que esperar mínimo 5 años para un examen de admisión). Le comenté que aquí en Chicago, en el Wright College, había escrito un par de artículos (en inglés) que habían causado alguna conmoción entre mis maestros y varios compañeros de clase, por su temática y mis puntos de vista: uno versaba sobre el juicio de Sacco y Vanzetti (los mártires del anarquismo), y el otro era un ensayo contra el militarismo. Walter me escuchó con atención y enseguida me propuso: “¿Por qué no me escribes un par de notas breves, máximo tres cuartillas, sobre algún libro o autor que te interese? ¿Crees que podrías tenerme algo de aquí a pasado mañana? Tengo que volver a este barrio porque uno de mis socios médicos ejerce en una de las clínicas cercanas. Me gustaría leer algo tuyo, cualquier cosa, y si me agrada —y tú estás de acuerdo— la publico en el primer número de La Razón. ¿Qué te parece? Pero te advierto de una buena vez: plata no hay para los colaboradores… ni siquiera para el director. Da pena decirlo, pero mis bolsillos están vacíos. Lo único que podría ofrecerte sería mi amistad y mi revista”. Para mí aquello era más que suficiente. Le agradecí con toda mi alma al pobre Walter la oportunidad que me brindaba de ver —¡por fin!— mi nombre impreso (la vanidad es un motor que funciona sin gasolina). Y allí me tienen, pues: en menos que cantan dos gallos (48 horas) ya tenía mis tres cuartillas tecleadas a máquina (ni siquiera eléctrica), con leves correcciones y tachaduras a mano. Me parece que escribí algo sobre Eduardo Galeano y sus Venas abiertas de América Latina. Cuando Walter Briceño se presentó de nuevo por la Europa, me puse nervioso: iba yo a ser juzgado —por vez primera— por todo un profesional de las letras (¡un redactor de Caretas, carajo!). Walter hundió su ancha humanidad en un escuálido sillón de la librería Europa, y leyó durante 10 larguísimos minutos mis textos. Desde allí me dijo: querido Humberto, bienvenido a La Razón. Así fue como me convertí en uno de los tres infatigables “colaboradores oficiales” de la revista (los otros dos fueron Diana Eiranova y el Dr. Néstor Manjarrés). Como miembros del Staff aparecían Rocío Mariño y dos Alejandros (Serra y B. Pérez). Ellos escribían sólo de vez en cuando (seguro no por platita). Para añadir nombres a la raquítica redacción, Walter se las ingeniaba para escribir artículos con numerosos seudónimos. Tenía gran capacidad de trabajo y un entusiasmo contagioso. Casi siempre, cuando pasaba por la librería Europa para recoger mis textos (tres reseñitas que ocupaban una página entera sin anuncios) me invitaba a cenar en el restaurante El Jardín. Como buen periodista, Walter tenía muchas historias divertidas de gente conocida (políticos, sobre todo) y las narraba con gracia. Yo me daba por bien servido con tan sabrosa plática (y la comidita). El 15 de de septiembre de 1985, apareció una Edición especial de la revista quincenal La Rázón. Era la número cinco, y tenía un costo al público de treinta centavos de dólar. La portada, a todo color, estaba muy lucidora: la foto de Pura Martínez, Reina de la S.C.M. (Sociedad Cívica Mexicana) 1985. La Srta. Martínez, de padre cubano y madre mexicana, de 19 años, nacida en el barrio Uptown de Chicago, fue entrevistada para la ocasión por Rocío Mariño. La belleza contaba de sus orígenes, sueños y aficiones: “Mi característica cubana es la alegría y también el carácter fuerte, ya que cuando me enojo… ¡cuidado! lo demuestro […] heredé de mi madre la importancia y el respeto que se le debe dar a la familia […] quiero obtener mi título en Ingeniería Civil […] me gusta ir a la playa, leer o ver alguna película […] también la música: cumbia, el merengue, la música moderna”. Como siempre, la política fue donde trastabilló la joven Srta. Martínez. (Ignoro porqué es obligación hacer ese tipo de preguntas a una Reina de la Belleza). Pregunta de La R: ¿Cuál es tu opinión acerca del Presidente Reagan? Respuesta de Ms M : “Me gusta su agresividad y algunas de sus ideas [¿..?], lo que no me gusta es que gaste tanto dinero preparándose para un ataque nuclear en lugar de preocuparse por mejorar la economía del país…” Más delante la conversación volvía a su cauce normal, y terminaba con un mensaje a la juventud del país: “[..] hoy en día hay más oportunidades que nunca para superarse […] el campo de acción se cierra si no contamos con la educación adecuada”. Por ser edición especial y querer enfatizar lo bello, La Razón incluía además a la Reina de la S.C.M. del año anterior: la Srta. Elizabeth Cárdenas, nacida en mi tierra querida, Durango. Su foto en blanco y negro mostraba a Chicago (y al mundo) la hermosura natural, común en la mujer de la Tierra de Villa y los Revueltas. Al pie de foto podía leerse: “Trabaja como Directora de Servicios Administrativos de una conocida Agencia Publicitaria […] estudia Computadoras y Administración de Negocios” (sic). En un texto firmado por la Srta. Cárdenas, leemos lo siguiente: “Me siento orgullosa de formar parte de la juventud mexicana en particular y de la hispana en general —y si se me acepta modestamente— de ser un ejemplo de la mujer de hoy, que lucha por destacar en este mundo diferente y que no sólo anhela encontrar su bienestar personal, sino que está interesada en contribuir al desarrollo y prosperidad de su comunidad”. Otra de las mujeres que engalanan esa quinta edición de La Razón es Raquel Guerrero, una activista comunitaria. En 1973, con el respaldo de miles de padres de familia, ella, Rudy Lozano y otros líderes lograron persuadir a la Junta de Educación de la necesidad de construir una nueva secundaria en Pilsen, con énfasis en clases bilingües para los jóvenes migrantes. (La Benito Juárez, inaugurada en 1977). El artículo aparece sin firma, pero como la Sra. Guerrero declara que “En esta lucha jugó un papel importante el periódico La Raza, cuyo director Walter Briceño […]se involucró en la brega, antes de salir del país por orden de inmigracion…”, podemos inferir que la entrevista la hizo el propio Walter. Quizás por modestia o decoro profesional no quiso poner su nombre. Diana Eiranova escribió un extenso artículo sobre el presidente argentino Raúl Alfonsín, a casi dos años de su gobierno. Es uno de los mejores reportajes de ese número. El país estaba aún convulsionado por las Malvinas y los años de dictadura militar (1976 – 1983). El saldo de desapariciones, tortura y ejecuciones descrito en el llamado Informe Sabato da náusea. Diana Eiranova describe el caos y el miedo que aún imperaba en Argentina, y la lucha titánica de Alfonsín por superarla. Triste es decirlo: pero hoy día el Nunca más (30,000 muertos) palidece ante la tragedia que vive México 2019 con la llamada Guerra del Narco (200,000 muertos). Lo peor es que el infierno de México parece no tener fin. Allá por 1962, llegó a Chicago un peruano nacido en Pacasmayo. Serio y emprendedor, como suelen ser los migrantes, fue haciendo fortuna. Comenzó trabajando en las salas de cine como boletero hasta convertirse en productor. Para 1985 ya tenía tres películas en su haber, y estaba por exhibirse la cuarta, Tragedia en Arizona. Entrevistado por Alejandro Serra para La Razón. Orlando Mendoza opinaba sobre el rol que juegan los productores: “El problema es que no son creativos. Claro, también es culpa del público. Por ejemplo el caso de Lola la Trailera [con la actuación estelar de Carlos Monsiváis] que batió records de taquilla en Los Ángeles ¿Puede pretenderse un churro mayor?” Una novedad de La Razón fue volver su mirada a la literatura. En la edición apareció el primer capítulo de una novela por entregas (estilo siglo XIX), de un tal Larry Monterrey. Su título: Las Aventuras de Ardencio Quimerez, ‘El Buscador’. Sin comentario, transcribo sus primeras líneas: “Ardencio estaba labrando con un hermano Filomeno, la tierra rocosa y mezquina de sus ancestros cuando llegó su hermana Angelina con una mala noticia: Su papá estaba por morir. Con gran rapidez todos corrieron a la casa para ver al padre y recibir la última bendición. Al entrar a la pobre choza que servía de techo a los cinco miembros de la familia, Ardencio vio a su mamá Dulce María, al Dr. Hernández y al Padre Ignacio, todos rodeando el lecho de muerte como si estuvieran tratando de bloquear la salida del espíritu de ese hombre tan reverenciado” (sic). Walter Briceño conversó con César A. Dovalina, quien fuera el dueño de La Raza antes de Rossi. Cuidadosos en las formas, en la entrevista —firmada por Walter— no se tocó para nada el tema del semanario. La entrevista abordó, sobre todo, los orígenes del Sr. Dovalina y su exitosa carrera de empresario: fue fundador de Las Margaritas, una importante cadena de restaurantes. Aquel hombre nacido en Coahuila, México, llegó a Chicago a los 37 años y su primer trabajo fue en una fábrica de escaleras de madera; ganaba 45 centavos la hora. En sus establecimientos —le contaba a Walter— llegaron a cantar artistas como Celia Cruz y Los 3 Caballeros. Entre los personajes famosos que visitaron La Margarita (de la calle Wabash), Dovalina menciona al expresidente de México Adolfo López Mateos (aparece su foto), Zsa Zsa Gabor y Ricardo Montalbán. La penúltima página estaba dedicada a los libros. Era mi página. Aparecían tres notas de libros (para probarlo, las anexo) cada quincena. La última era una columna quincenal del Managing Editor Walter Briceño: Sin pelos en la lengua. Era una columna donde Walter se permitía criticar con dureza a todos los funcionarios, empresarios, medios de comunicación, etc. Todo lo que tuviera que ver con el servicio y la función pública. Lo cual me parecía bien. Adiós a las cojudeces —me había anticipado mi editor. Ese día su columna se refirió a los maestros de Chicago y sus frecuentes huelgas; al Wall Street Journal por un artículo tendencioso sobre el presidente peruano Alan García (afirmaba que éste se había declarado marxista-leninista); a varios “lidercillos hispanos” por ser mal educados (no atienden llamadas telefónicas); y hasta a la Sociedad Cívica Mexicana (¡la de las Reinas!) por su cerrazón en rendir cuentas y en la organización de su desfile. En esa columna, Walter arremetía también contra las agencias de publicidad (lo cual no me dio buena espina). Escribió: “Una pregunta que no me ha sido respondida hasta hoy es: ¿Existen verdaderamente Agencias Publicitarias Hispanas? Es decir compañías que tengan la facultad de manejar un presupuesto asignado por el cliente, para que la Agencia lo maneje de acuerdo a su experiencia y conocimientos del mercado. ¿O son simples ‘mamparas’ con oficinas elegantes y bien situadas pero sin poder de decisión? Lo digo porque estoy investigando algunas que cuando se les habla de publicidad en términos profesionales no saben qué responder […] A propósito, hay una que concibe que hacer publicidad es invertir en pachangas y fiestas. Y en eso se le va el presupuesto. Lo peor es que además de no colaborar al desarrollo de la gente mexicana, la trata despectivamente […] ¿Quieren saber quiénes son? Pronto se los diré”. Esto añadía leña al fuego abrasador del Editorial que, aunque estaba dedicado a las Fiestas Patrias, incluía un párrafo revelador: “LA RAZÓN, pese a su corto tiempo en circulación, a las dificultades derivadas de esta situación y —por qué no decirlo— a la indolencia y falta de apoyo de algunas agencias de publicidad, para quienes la culturización y el progreso educativo de la comunidad vale menos que una lata de cerveza, se siente orgullosa como empresa de brindar con esta primera Edición Especial, prueba de que por encima de los intereses mezquinos y las simpatías políticas, hay el afán de hacer llegar al pueblo un órgano de expresión al servicio de las mayorías”. Sudé frío. Comprendí que estábamos todos a punto de perder la chamba. Y ni modo de ofrecerle al jefe reducir mi salario. Soplaban vientos malos —lo supe enseguida— pero no pregunté nada a Walter. Conversábamos de todo pero no de finanzas. Eso era algo que concernía sólo a él. Como discreto director, no hablaba de conflictos que —como en toda empresa— seguro no faltaban. Yo ni siquiera sabía quiénes eran esos médicos, los socios de que hablaba en los comienzos. Habían transcurrido apenas unos meses y La Razón (razón de mi vida) que yo creía fuerte y estable, lucía enclenque. En aquellos años (el siglo XX) todo era papel, y costaba mucho esfuerzo (y más plata) mantener a flote una revista. Por eso es que las agencias publicitarias jugaban un rol esencial. La Razón sobrevivió algunos números más (no recuerdo cuántos), pero los últimos ya no fueron quincenales sino mensuales. El barco se hundía irremediablemente. A la librería Europa llegaba un Walter cada vez más taciturno, y con desgano mencionaba —sólo de paso— problemas de los socios —no con él, aclaraba, sino entre ellos— sin dar mayores detalles. Caminábamos al Jardín a cenar (seguía invitándome) pero ya la conversación decaía. El periodista (al que yo empezaba a ver como un Quijote) estaba pasando por una severa crisis. Yo (como un fiel escudero) lo escuchaba en silencio. Vivía el pequeño drama de La Razón (la ilusión) muriendo. Un día Walter se apareció más temprano. “Mi querido Humberto —me dijo— creo que ya se jodió La Razón. Por lo pronto no me queda más remedio que pararla un tiempo. Si acaso hay algo, te aviso”. Y me dio un abrazo. Hace unos días, buscando un libro extraviado, bajé al sótano de mi casa. Hurgando los papeles de mi Baúl de tesoros olvidados (cajas arrumbadas en un rincón) me topé de pronto con un ejemplar de La Razón, esa Edición Especial del 15 de septiembre de 1985. Al ver la fecha, sentí un gusto enorme (me encantan las coincidencias alegres): ¡faltaba sólo una semana para su 34 aniversario! Al hojearla y leer unas cuantas líneas me pasó lo que a Proust con sus madeleines mojadas en el té: los recuerdos vinieron de golpe. Esa noche, releyendo La Razón, hice mi pequeña búsqueda del tiempo perdido. Vi a la librería Europa tal como la veía entonces, cuando la sentía mía; la fui llenando de rostros de amigos queridos, algunos ya vagando por el infinito. Vi esos viejos estantes llenos de libros, donde descubrí autores y títulos que son ya parte de mi entraña. Y vi a un elegante Walter Briceño abriendo presuroso aquella deslucida puerta de la librería. Me dieron unas ganas enormes de correr a abrazarlos a todos, sobre todo a mi querido primer Editor. ¿Dónde andará Walter? Ojalá que muy feliz en algún lugar sobre la Tierra, buscando nuevos escuderos. Para traerlo de nuevo a Chicago quise contar esta historia. (Chicago, 15 de septiembre de 2019) Humberto Gamboa visto desde Adentro. La Razon, 1985 Tres notitas de libros ♦ Humberto Gamboa. Nació en Durango, en la navidad de 1954, en un pueblito llamado La Purísima, localizado a 50 kilómetros de Santiago Papasquiaro, la cuna de los Revueltas. La primera vez que oí de esa familia debe haber sido en 1962, durante una de mis frecuentes vistas a Santiago, donde mi hermano Fidel estudiaba su secundaria. Caminando un día por esas calles con mi madre, descubrí, incrustada en la pared de una casa que lucía pobre y abandonada, una vieja plaquita donde aún podía leerse: “Aquí nacieron los Revueltas, orgullo de México y del Mundo”. En agosto de 1968, cuando me fui a estudiar a la Ciudad de Durango fue cuando realmente caí en cuenta de la enorme importancia de José Revueltas. El Movimiento Estudiantil había llegado a la provincia y Durango estaba, como el resto del país, convulsionado. Su nombre estaba en boca de los manifestantes y en los diarios. Después de Tlatelolco, muchos jóvenes comenzamos a leer con fervor a José Revueltas. Durante 33 años, Gamboa fue librero (6 en la librería Europa y 27 en Tres Américas) y, al mismo tiempo, durante 10 años se dedicó a escribir reseñas de libros y entrevistas en la revista Tres Américas y en el semanario ¡Éxito!