Mapear un cuerpo en territorio coronavirus

Mapear un cuerpo en territorio coronavirus

Foto: Fremont Shelter In Place by Dai Sugano/Bay Area News Group

 

Los mapas han sido herramientas militares, de conquista, tácticos y estratégicos para invadir y (hasta hoy) explotar cuerpos y territorios… [El interés] de las mujeres mapeadoras está en entender y combatir la violencia, pensar en el cuerpo y la tierra, hasta reflexionar cómo estamos siendo representadas en los espacios que habitamos.

~Florencia Goldsman, Píkara Magazine

 

Mi cuerpo — A punto de cumplir los cincuenta años, me acompaña una anatomía que hace ya veinticinco que dejó de crecer y de regenerarse: pelo canoso, vello cada vez más fino y escaso, piel rugosa, memoria tropezona, ojos que necesitan gafas cuando siempre funcionaron a la perfección, acopio de kilos en torno a las caderas y los órganos que dieron luz a dos hijes, periodos suprimidos con dispositivo intrauterino porque la cuantía y generosidad de su sangrado provocaban serios desequilibrios de tensión arterial, una rodilla izquierda postoperatoria sobre la que ya no puedo ni jugar al balonmano, ni al fútbol, ni bailar; manos y piernas temblorosas porque así me tocó en la lotería de la genética; cicatrices varias (en el corazón, en la piel, y una enorme que me cruza la frente para recordarme que deje de correr por la casa y menos en bragas); y no digamos ya las jaquecas y el vértigo ocasional que tanto tienen que ver con mi manera de percibir el mundo (es posible que a veces vea y sienta demasiado, que las jaquecas sean el mecanismo que tiene mi cuerpo para suplicarme que por un rato deje de mirar). Vale la pena señalar que, para mi gran sorpresa, el declive de mi fisonomía ha llegado acompañado de una claridad mental hasta ahora desconocida que ha dado lugar a su vez, a una de las épocas más intensas, poderosas y generativas de mi vida. Como decimos por aquí, I am creatively speaking, On Fire.

 

Mi territorio — Desde mi adolescencia y sobre todo a lo largo de la última década, adapté mi vida, mis quehaceres y mi entorno a la realidad que una anatomía en declive y por genética, un tanto peculiar. Durante años trabajé desde casa porque así lo requirieron la salud de mi hijo cuando era pequeño y la mía propia después (él y yo formamos parte de lo que estos días se denomina población de alto riesgo, ambos tenemos los pulmones tocados, yo alguna cosa más). Hasta hace tres semanas mi vida transcurría en espacios perfectamente calibrados para no alterar la frágil naturaleza de mi biología, que es fuerte pero propensa a los vaivenes: martes, miércoles y jueves yendo a trabajar a San Francisco; lunes, viernes y alguna hora robada al fin de semana dedicados a mi escritura y todo lo que la rodeaba (escribir en casa, en la biblioteca, en un café cercano; presentaciones, conferencias); fines de semana y tardes dedicados a mi compañera, a nuestres dos hijes, a nuestros seres queridos repartidos entre dos continentes. Porque emigré, muchas de esas horas transcurrían en el WhatsApp o por teléfono con España (las conversaciones con mi madre tenían lugar normalmente mientras fregaba los platos, con mis hermanes mientras salía a caminar o a pasear en bici, y con les amigues cuando tocaba, nunca lo suficiente). Al arroyo que cruza mi ciudad iba cuando necesitaba estar sola, al gimnasio cuando había que darle caña al cuerpo y fortalecerlo. A la tienda iba para hacerme acopio de todo lo necesario para vivir en este hogar, a la cocina entraba para alimentar a mi gente. El resto de las horas se llenaban con decenas de citas, emailes, llamadas, idas y venidas que me tocaba hacer porque sin ellas en esta familia no habría existido ni el orden ni el concierto. Los veranos visitábamos España, y hacíamos un par de salidas de camping por los bosques de la costa californiana donde se escondían mi equilibrio y mi tranquilidad. Mi compañera y yo lo escapábamos todo de vez cuando para salir a tomar un café, a la compra, a lavar el coche, a pasear o a cenar, cualquier excusa era buena para pasar un rato juntas, para recordarnos que en medio de la locura del día a día seguíamos siendo la misma pareja de hacía veintidós aniversarios. Cada equis años lo escapábamos todo de verdad durante dos o tres días.

 

Mi cuerpo-territorio — A la familia y amigues los llevaba prendidos del pecho, bien arropaditos en el interior de la cavidad torácica. Mi trabajo en San Francisco y mi escritura iban agarrados con uñas y dientes a la columna vertebral, yo diría que hasta me sostenían. El arroyo, las colinas que lo rodean y los bosques de secuoyas eran el abrazo que lo pacificaba todo, como una de esas gravity blankets que estos días están tan de moda. El gimnasio lo llevaba puesto en los músculos, era mi gasolina. Las salidas al supermercado, mis incursiones en la cocina, el cuidado logístico, médico y emocional de mis hijes eran mi deseo y mi deber (que compartía con mi compañera); un deseo y un deber primitivos, casi animales, un deseo y un deber que no se cuestionaban, que se hacían y se padecían, punto. Como tal, no sé muy bien donde se habrían alojado dentro de mi cuerpo, seguramente a nivel celular, el más antiguo de todos los niveles. A mi compañera la llevaba simbióticamente dentro y fuera a la vez, somos dos mujeres radicalmente diferentes que encontraron la manera de making it work for us and for our queer family. Juntas le hicimos frente a todo, juntas les enseñamos a nuestres hijes a vivir dignamente en la vorágine que fueron la lesbiofobia, la ignorancia y los prejuicios de conocidos, de padres e hijos de la escuela, de compañeros de trabajo, de políticos, del sistema burocrático, de desconocidos, y hasta de los vecinos de al lado porque vivimos en un barrio mormón. Juntas les mostramos que la honestidad y el respeto (mutuo y para con elles mismes) son fundamentales.

El dolor, el miedo y la vergüenza fueron inevitables. El dolor lentificó el mundo y lo tiñó de negro, se me metió dentro del cuerpo y me dobló entera. Cuando hubo miedo, mi cuerpo-territorio lo sintió en el estómago, estrangulado dentro de su puño de hierro frío hasta ahogar cada segundo del día. Me avergonzaron mis faltas y las de otras personas porque siempre quise que fuéramos mejor de lo que éramos. He de decir que nunca sentí vergüenza de mi compañera ni de nuestres hijes. Sólo orgullo.

De vez en cuando el equilibro en esa empresa que era el vivir se derrumbaba porque la tensión arterial se me descolocaba y el cuerpo se apagaba. Durante esos días no me quedaba más remedio que retirarme al sofá con los pies en alto y entregarme al paso de las horas con la cabeza metida dentro de un libro o de una película, o durmiendo. Durante esos días nunca me salvó la escritura porque no había columna vertebral que me sostuviera.

 

Mi cuerpo en territorio coronavirus — El estado de alerta lo siente mi cuerpo-territorio al nivel más primitivo, el celular, el tres de marzo cuando decido no asistir a una conferencia de escritores en San Antonio (Texas) para la que llevo preparándome desde hace casi un año. Este coronavirus nos preocupa seriamente. Mi compañera y yo pasamos los siguientes ocho días con el estómago estrangulado por el puño del miedo, ahogándonos en un tsunami de emociones y medidas extraordinarias que seguramente deberíamos estar tomando, pero que todavía no nos atrevemos a ejecutar. Nuestras amígdalas cerebrales en estado incandescente gritan que hagamos algo al respecto porque si desde siempre los virus respiratorios, y sobre todo los griposos, han activado protocolos a seguir en esta familia, y si este COVID-19 es una gripe en esteroides, ¿no deberíamos sacar a les hijes de la high school desde ya?, ¿tal vez confinarnos en casa?

La historia del asma de nuestro hijo empieza en una UCI en diciembre del año 2005, y aunque sus síntomas son cada vez más leves, durante muchos años consta de semanas de confinamiento, inhaladores y nebulizadores, corticoesteroides, tratamientos alternativos, consultas con médicos de urgencias a las dos de la mañana, turnos de noche durmiendo con él en el sillón para mantenerle en posición vertical, educación y preparación por parte nuestra, yoga, escritura, psicólogas… Él lo ha llevado siempre bien (la resistencia y el optimismo de los niños con enfermedades crónicas es increíble), las que hemos tenido que aprender a vivir con ello hemos sido nosotras. Desde hace algunos años el asma también lo padezco yo.

Para el 12 de marzo ya está decidido que nuestres hijes no volverán a la high school y que nos confinaremos en casa voluntariamente (yo le propongo a mi jefa teletrabajar, mi compañera tendrá que seguir yendo a la empresa). Un día y medio después cierran los colegios de la zona y recomiendan que nos quedemos en casa. Tres días más tarde arranca el confinamiento obligatorio en California. Escribía Gabriela Wiener en el diario.es hace unos días que el amor es ahora la desinfección. Nosotras llevamos catorce años practicando el amor por desinfección; precisamente por eso, la gran migración hacia la sección de limpieza y droguería de los supermercados a mí me pilla en casa bien dotada de gel, toallitas y espráis desinfectantes, de medicación sobrada para un posible ataque de asma de larga duración para los dos. Por suerte, también nos pilla con un suministro bastante grande de papel higiénico, y nuestro kit de emergencia para terremotos, del cual tendré que reponer las mascarillas N95 y los guantes de látex en cuanto pueda. En esta casa de septiembre a abril (lo que aquí se conoce como flu season) siempre nos hemos lavado las manos con muchísima diligencia, ahora lo hacemos todavía más. La simbiosis con mi compañera es total. Entramos en MODO supervivencia, en MODO actúa con la mayor tranquilidad posible sin disimular la gravedad de lo que está en juego, otro ejercicio que practicamos desde hace años. En definitiva, estamos preparadas.

Sólo que después de diecinueve días de confinamiento y tras ver el grado de contagio del coronavirus en España y en Nueva York, me doy cuenta de que en realidad no estoy tan preparada como creía. La cavidad torácica, ese lugar de donde llevo prendidos a mis familiares y amigos, está encogida, cuando no acongojada. La columna vertebral que casi siempre me ha sostenido, anda vencida que no quebrada: sigo trabajando desde casa (aunque sé que nuestra pequeña e histórica editorial no podrá sostener mi puesto de directora de operaciones por mucho más tiempo), y escribiendo, de ahí esta crónica pandémica que ahora lees. Los músculos exigen salir a montar en bici, pasarse por el gimnasio, temo empezar a quedarme sin gasolina. De momento y gracias a la baja densidad de la zona donde vivo y la directiva del gobernador, todavía puedo salir a pasear al arroyo. Lo hago de vez en cuando, con máscara y a primera hora de la mañana. El abrazo de los bosques de secuoyas que lo apaciguaban todo como una de esas gravity blankets tendrá que esperar. En casa nos seguimos abrazando, pero hemos dejado de besarnos en la cara (a mis hijes les beso en la coronilla o en la frente). En la cama, mi compañera y yo hemos dejado de acurrucarnos. Ella es nuestro contacto con el mundo exterior y como tal, nuestra kriptonita. Soy consciente de la pena tan inmensa que siento. Aun así, sé que el verdadero dolor y el verdadero miedo todavía no han alcanzado mi cuerpo-territorio, y que padecerlos seguramente sea sólo cuestión de tiempo.

 

Mi lucha, mi rebeldía y mi movilización — A pesar de la extrema planificación de la que hablo, mi lucha es visceral, seguramente porque es contra el miedo y por la supervivencia. El coraje lo llevo bien puesto en los ovarios desde que nació nuestra hija. He de admitir que no sé muy bien donde lo llevaba antes, puede que fuera en algún otro órgano más escondido y menos latente.

En diecinueve días he decaído alguna vez. De esas caídas del ánimo me ha ayudado a salir mi rebeldía, la que le llevó a mi maestra de educación infantil a taparme la boca con celo o a la monja a meterme el borrador de la pizarra en la boca cuando tenía once años, la misma que me llevó a abandonar la clase de historia en la universidad en medio de la charla del catedrático para no regresar jamás porque se burló de las mujeres musulmanas violadas por aquellos días en la Guerra de los Balcanes, la misma rebeldía que me llevó a salir a la calle a defender mi derecho al matrimonio, la misma que me llevó a no tener ningún apuro en sacar a nuestres hijes de la high school cuando la salud de mi hijo y la mía propia estaban en juego. Creo que mi rebeldía es mi brújula: sé que si paso temporadas sin rebelarme es porque no he estado prestando atención (el mundo está lleno de injusticias y si no las veo es porque no estoy mirando). Estoy convencida de que mi rebeldía se ha vuelto más juiciosa con la edad.

Pero la verdad es que lo que me sostiene y me moviliza ahora mismo son mis alianzas. Me sostienen mis comidas semanales con mis compañeres de editorial a través de ZOOM (nuestra misión no ha cambiado, nuestra prioridad sí: cuidarnos). Me sostiene la complicidad y el pacto que hemos hecho con nuestres hijes para entender que aquí cada una tiene un papel que jugar, una obligación que cumplir, y eso incluye además de las tareas escolares y de la casa, el querernos, cuidarnos y perdonarnos cuando perdemos los papeles. Me sostiene el compromiso con mi compañera para manejar toda esta corona-situación con diligencia y buen humor (las escapadas y las caricias tendrán que esperar). Me sostiene el contacto diario con mi gente de aquí, con mi gente de España… con mi madre, que me ha hecho ver que ni ella ni yo desde nuestros confinamientos tenemos derecho a flaquear; con mis hermanos, con los que hablo casi a diario también; con mis amigas, con las que nos damos un toque de vez en cuando. Alguna ha caído enferma y lo va superando.

El número de hospitalizaciones se ha duplicado y el de traslados a la UCI se ha triplicado en las últimas 48 horas. El gobernador de California acaba de anunciar que el estado necesita al menos 50.000 camas hospitalarias más para hacer frente a la ola de infecciones de las próximas semanas. El horror se aproxima. Pronto sabremos si las medidas de confinamiento tomadas por los condados de la Bahía de San Francisco (las primeras de este tipo en todo Estados Unidos) darán su fruto.

Sé que tarde o temprano me perderé en la inmensidad catastrófica del territorio coronavirus, en el horror del COVID-19. Cuando ocurra, echaré mano de este mapa de mi cuerpo-territorio para reencontrarme con la mujer que fui hasta marzo del año 2020, y con la persona que quiero ser durante y después de la pandemia. Cuando todo esto acabe no olvidaré que para que la tierra pudiera volver a respirar los humanos tuvimos que dejar de hacerlo.

 

NOTA DE LA AUTORA: Lo que acabas de leer es una crónica pandémica inspirada en La guía metodológica para mujeres latinoamericanas que defienden sus territorios. Te invito a mapear tu propio cuerpo territorio.

 


Rocio Montoya: Estudios del cuerpo