Entre las margaritas

Entre las margaritas

 

Lu reclamaba propiedad sobre todas las culebras del campo. Era la más vieja del pueblo así es que tenía ese derecho. Por eso gritaba a los hijos del vecino, los Jennings, unos pillos que se divertían atormentando a los animalitos. La cabaña de Lu estaba un poco más abajo de la nuestra en la hondonada del valle. Me gustaba como recogía su melena blanca con unas largas y puntiagudas horquillas. Recuerdo que me decía, “las culebras negras son grandes amigas. Cuando me visites, te voy a presentar a la culebra Pili”. Pili había vivido por años en el patio de Lu, ocupando una esquinita de la chimenea de piedra. “Cuidado y te juntas con esos niños horrorosos que maltratan a las culebras negras. Ven a merendar una de estas tardes, vas a ver cómo te enamoras de Pili con su platito de leche”.

Lu tenía un huerto detrás de su casa, al final de un pequeño camino de piedras. A un costado, se alzaba un granero donde vivían una vaca y algunas gallinas. También un gallo, grande y rojo, al que no le simpatizaba para nada Pili. La arañaba con sus garras para que los dejara en paz. Ella igual conseguía escurrirse y se robaba unos huevos inmensos de vez en cuando. Un día, los chicos Jennings estaban haciendo de las suyas, robando todo lo que encontraban a su alcance. Pili descansaba en el tibio nido donde una de las gallinas acababa de poner un huevo. Le gustaba acurrucarse en aquella calidez por un rato antes de zamparse aquel manjar, algo que requería bastante esfuerzo. De repente una mano grosera aterrizó en el medio del nido. Vaya susto que se llevó el dueño de la mano imprudente cuando se dio cuenta que lo que estaba halando era una culebra. La soltó enseguida. El grito vibró a lo ancho del valle.

“Pili es mi protectora”, se carcajeó Lu mientras los Jennings se fugaban, arrastrando un saco mugriento donde guardaban su botín. Creo que fue a partir de ese momento cuando empezaron a maquinar su venganza.

Pili amaba subir por los árboles ya que escondían suculentas sorpresas. Se deslizaba hasta lo más alto y desde sus ojos de culebra contemplaba el mundo. Me gustaba verla colgada como una soga brillante, columpiándose entre las ramas. Pero su sitio favorito era sin duda un prado de margaritas cerca del manantial. Aquel era su rincón especial. Durante el verano, descansaba y se refrescaba entre las alegres margaritas. Disfrutaba el día entero en aquel lugar de ensueño.

Una mañana vi a Lu cargada de frascos repletos de conservas. Los iba a llevar a unos familiares que vivían al otro lado del valle. Puso un poco de mermelada en el platito de Pili antes de marcharse. La culebra Pili se distrajo del gusto y no sintió que el ambiente estaba demasiado quieto. Ni siquiera se escuchaba a los pájaros, como si un depredador acechara muy cerca. Totalmente despreocupada, Pili se deslizó dentro del granero para descansar.

Entonces los vi, corriendo descalzos arrastrando su asqueroso saco, los Jennings. No pude hacer nada, todo pasó demasiado rápido. En un minuto salieron con caras triunfales del granero. En el camino solo quedó el polvo que levantaron. Mi madre me prohibió abrir la boca. La verdad es que yo no sabía exactamente lo que había sucedido dentro del granero. Me dijo que no debía andar de chismosa creando conflictos entre los vecinos.

Aquella tarde vi a Lu afuera de su casa mirando hacia el horizonte, buscando en el camino terroso alguna señal de Pili. Así lo hizo por varios días. Me dolía el estómago de verla ahí parada, los mechones de pelo blanco desordenados mientras su cabeza se agitaba en la búsqueda. Al fin un día exclamó resignada, “Si Pili estuviese viva, ya habría regresado. Debo aceptar su partida”. Cuando escuché eso inventé una excusa y eché a correr. No dejé de hacerlo hasta que estuve lejos de Lu.

Cansada, tuve que parar a tomar aire. Me fijé en unas margaritas cubiertas de polvo a un lado del camino. Me comencé a sentir mejor. Las margaritas, las montañas, la casa de Lu, el granero, todo era hermoso. Miré hacia arriba. Las nubes esponjosas se fueron apretujando hasta convertirse en cientos de margaritas. Fascinada ante aquel brote espectacular, permanecí allí un buen rato. Entonces la vi. Sé que la vi. Ahí, en el medio de aquellas flores a las que amaba tanto, se mecía feliz la culebra Pili. Se rio de mí. Yo me reí también y volví a casa.

 

Melanie Márquez Adams (Ecuador, 1976) creció en la costeña Guayaquil. Su obra ha sido antologada en Nos pasamos de la raya/We crossed the line (Casa Editorial Abismos) y Microrrelatos de amor y desamor (Brevilla, Revista de Minificción). Su poema «Eclipse en Morristown» aparecerá publicado este otoño en la antología Imaniman: Anzaldúa Poetic Anthology (Aunt Lute Books)Sus relatos y crónicas han sido publicados en la revista mexicana Minificción, en la neoyorquina ViceVersa y en El Beisman de Chicago. Márquez-Adams reside en Tennessee y actualmente se encuentra editando una antología de textos de autores andinos en los Estados Unidos.