Encuentro en Chicago con Luis Eduardo Aute

 

Giraluna

8 de enero de 2016

Eran esos días dedicados al trabajo físico y a la lectura. Días de una disciplina estricta, casi militar. No porque así lo quisiera, sino más bien porque entablar amistades siempre ha representado para mí un desafío, un misterio, una suerte de rito que exige una fe intrapersonal para la cual he demostrado un alto nivel de ineptitud. La amistad, me parece, requiere de un esfuerzo titánico, de una agilidad espiritual sobrehumana que nunca ha sido una de mis virtudes.

Decía que a principios de 2003 era yo un tipo solitario y harto de tratar de equilibrar la vida propia del obrero con la exigencia intelectual que en ese entonces se me imponía en el aula universitaria. Una vida ajetreada, vacía. Y desesperanzada, pues si bien mis variadas responsabilidades como lavaplatos y barback y busboy y cantinero y mesero me dejaban agotado, la llaga que durante mis horas de lectura se abría en mí no tenía sanación fácil ni obvia ni inmediata ni previsible. Era ese un estilo de vida que yo no había buscado de forma deliberada. Más bien, como muchos de los mejores sucesos en mi vida, se me había dado por accidente. Y era dentro de esa vida accidentada, al interior de ese vendaval del azar y la contingencia, que me encontraba yo buscando algo, aunque no sabía qué. Intensos y tediosos a la vez, eran esos días de un anonimato total, sin ningún otro sobresalto que la ocasional vorágine que se arremolina alegremente en el pecho cuando uno se topa con una catedral gótica de muros enmohecidos bajo amenazantes nubarrones grises, o al vislumbrar el ocaso en la distancia o al descubrir alguna sentencia cuya luz ha atravesado dos mil años para desprenderse de la página escrita e iluminar el presente. Pesquisas, en fin, de una persona que carece de toda vida social, de una persona que busca trazar en el panorama urbano la cartografía afectiva de la que carece en su vida interior.

Eran días de nueva residencia en esta ciudad, no porque apenas haya llegado de mi lugar de origen, sino por llegar más bien trasplantado desde los suburbios, esos monstruosos y utópicos satélites urbanos inventados por los estadounidenses para huir de sí mismos. 

Comenzaba a conocer los códigos urbanos: las aletargadas rutas de camión, las taquerías con las salsas más auténticas, las panaderías con los puerquitos mejor horneados, los callejones donde cagaban los wainos, los gangueros a los que era mejor ni siquiera voltear a ver. Los códigos de Pilsen. Mi soledad urbana.

Eran también días tan aciagos como estos. Así que, en cuanto se me dio la oportunidad, me le pegué, apenas pude, a un grupo de escritores latinoamericanos que comenzaban a imaginar un Chicago que hablara y se expresara y soñara en español. Comenzaban a concebir una narrativa nuestra. Si había un grupo al que en ese momento a mí me hubiera gustado pertenecer era ese, así que, después de infiltrarme en sus reuniones y enterarme de una publicación que venían planeando, de inmediato ofrecí mi departamento como lugar para las reuniones dominicales. Creo, si mal no recuerdo, que para seducirlos les prometí café y semas y orejas y conchas en todas las reuniones. Ningún esfuerzo estaba de más cuando se trataba de pasar a ser parte de ese círculo.

Durante una de las reuniones, uno de los miembros del consejo editorial, Jochy Herrera, llegó cargando un par discos compactos. En ese entonces, la música poseía todavía vida concreta, y su choque psicosomático transitaba de una mano a otra, desprendiéndose de los folletos que acompañaban los CDs, un placer similar al de los toques eléctricos de las ferias de barrio. (¿Y quién dice que el amor a la música no tiene algo de masoquismo?)

Los discos de Jochy, que él había llevado para prestárselos a alguien más, muy pronto, aprovechando un descuido suyo, los introduje a mi computadora y los copié. Fue así, pirateándola, que me familiaricé con la música de Luis Eduardo Aute. No es casualidad que Jochy, un cardiólogo con sensibilidad de poeta, se haya hecho acompañar de Aute. En la música de Aute encontramos una inteligencia que se vuelve toda latido: sus canciones son las consabidas razones del corazón que la mente no entiende. La suya es una obra de vuelos y profundidades, de arrebatos y elegantes líneas barrocas. El único disco de ese entonces que me queda está poblado de íntimos misterios. Es un álbum juguetón e irreverente, ora agonía, ora orgasmo, ora plegaria. Es un mundo paralelo: mitologías reducidas a lo mundano y fantasías urdidas con temas pedestres. La lengua de Aute no es el castellano: es el órgano humano que se sabe objeto erótico, que se reconoce como carne y materia perecedera, que recuerda su origen de barro, su fin de polvo, y que, sin embargo, se sueña viva y reacomoda el cosmos a su antojo y agrede lo sagrado y hace que todo conforme y responda a la experiencia humana, a la vida cotidiana. La música de Aute anhela decir algo simple y poderoso: esto somos, y quedar con eso satisfecha.

A trece años de distancia y con un panorama político mucho más ominoso que el de entonces, tres cosas me quedan claras: 1) sigo sin aptitudes para entablar amistades duraderas, 2) aquellos que no aprenden de la historia están condenados a repetirla y 3) la música posee una fuerza que trasciende la amistad y la política: nunca pude ser parte integral del grupo literario de Chicago, Jochy se fue del país sin despedirse y, como indocumentado, sigo siendo el chivo expiatorio de la xenofobia y la falta de imaginación política estadounidense.

 

El presente texto proviene de su reciente obra Invierno: Playlist desde Chicago.