En el bordo de Tijuana está todo

En el bordo de Tijuana está todo

Primero un par de datos tomados del documental Life in the Deportee Slums in Mexico (producido por Vice): Cada día son deportados 200 inmigrantes por la garita que conecta San Diego y Tijuana; 30 por ciento de ellos cumplían sentencia en una de las cárceles estadounidenses; otro 30 por ciento está compuesto por gente que intentaba cruzar de manera illegal por algún punto de la frontera; y el 40 por ciento restante lo integran mujeres y hombres que ya se encontraban establecidos en Estados Unidos.

“Fui deportado por una negligencia mía, por el sticker de la troca… Mis hijos son ciudadanos.”

Los 200 deportados que llegan a diario a Tijuana son parte de los dos millones de inmigrantes expulsados (de ningún modo repatriados) por las autoridades federales durante los seis años de administración del presidente Barack Obama. ¿Adónde los expulsan? En realidad, a Obama esto no le quita el sueño: la economía estadounidense ya no precisa los 500 mil inmigrantes que necesitaba anualmente durante el auge de los años noventa y principios del siglo actual. Ahora hay que echarlos como se hace con los vasos desechables, sin considerar que la patria del inmigrante es la que carga a cuestas y que paradójicamente sigue contribuyendo a las economías de México y de Estados Unidos.

Sabemos que la política migratoria se sigue subordinando a los vaivenes de la economía y muy poco a los parámetros internacionales de los derechos humanos. Poco importa que los indocumentados detenidos se hallen hacinados como pollos en las prisiones improvisadas que la pujante industria carcelaria va montando a través del Programa Comunidades Seguras. Poco importa que los deportados dejen una estela de familias separadas, con hijos nacidos y criados en los Estados Unidos (en la actualidad hay 4.5 millones de niños estadounidenses que tienen por lo menos un padre indocumentado). Y poco importa que se les “descargue” en la frontera de Tijuana, donde muchos no tienen más opción que vivir en las orillas y en las entrañas de un canal de aguas negras y donde se vuelven de inmediato presa fácil del crimen organizado; la policía de Tijuana estima que los 3,000 deportados que viven a las orillas del “bordo” se van reciclando. ¿Cuántos mueren?, ¿cuántos desaparecen?, ¿y qué dice de nosotros (los que vivimos al Norte) esta tragedia?

El ciudadano promedio de Estados Unidos sigue sin entender que la economía corresponde al terreno de lo funcional y que la ética (que incluye los derechos humanos) debería estar por encima de lo funcional en la escala de las prioridades. Cada año se han abierto nuevos rubros del Tratado de Libre Comercio y cientos de productos siguen teniendo paso libre a lo largo de la frontera , pero nada se hace para resolver la crisis migratoria. En Chicago o Nueva York, en Los Angeles o Tucson, continúa habiendo la percepción de que dicha crisis es solo una cosa de mexicanos o centroamericanos. Y no es así. La mayoría de los productos que ingerimos (procesados o no) pasaron por las manos de un pizcador o un empacador de carnes; el CEO de un banco cada mañana toma decisiones en una oficina que seguramente fue limpiada por una afanadora ecuatoriana; y mientras la señora de ese mismo banquero se va a su clase yoga, deja a sus niños al cuidado de una babysitter guatemalteca; el jardín de su casa se mira como sacado de la película Elsyum gracias a las manos de un yardero de Morelos; y el etcetera es verdaderamente largo. Esto no es una hipérbole: lo mismo se puede aplicar a otros oficios y otras familias de la clase media estadounidense.

Los problemas derivados por las deportaciones y la falta de documentos migratorios son efectivamente cosa de mexicanos y centroamericanos. Y también de una manera muy directa de los otros latinos y latinoamericanos que viven en Estados Unidos.

“No quiero regresar como una persona derrotada.”

Esta última oración la dice Delfino López, conocido como El Gallo, al referirse al retorno definitivo a su natal estado de Puebla. Son siete palabras que parecen denotar solamente un sentido del honor. Pero nos dicen más: ¿cuál es la verdadera tierra de Delfino?, ¿no será que su vida ahora se ubica en California, Oregón o Colorado? En el bordo de Tijuana Delfino ha construido su “ñongo” o choza subterránea con pedazos de cartón y láminas de asbesto, y se halla siempre a la espera del momento adecuado para intentar a cruzar a la parte de San Diego, quizás a sabiendas de que ese tramo de la frontera es imposible de atravesar desde que la administración Clinton pusiera en funcionamiento la Operación Guardián. De los años cincuenta a mediados de los noventa, Tijuana fue el punto de cruce de miles de inmigrantes; era el gran surtidor de mano de obra barata. Ahora es al revés: sólo recibe a los deportados, a los que no tuvieron suerte, a los descuidados y más vulnerables. Dice El Gallo: “Hasta que se me canse el caballo voy a seguir cruzando”.

“La autoridad mexicana tiene una visión policiaca para resolver un problema humanitario.”       

Lo que más encaran los deportados que viven en el bordo de Tijuana no es el hambre (el Padre Chava y algunas iglesias les ofrecen comida) sino la desesperanza. La deportación los ha dejado sin piso, y lo único que encuentran para poner un pie es la “chiva” y el “cristal”, en otras palabras, la heroína o la metamfetamina: el 100 por ciento de los que ahí pernoctan se vuelven adictos. Pero el pie solo parecerá mantenerse firme los minutos que el torrente sanguíneo les mantenga la sensación de olvido. En el documental vemos la aguja penetrando la vena del cuello o del brazo en la cima del canal. Ante la muerte espiritual poco importa meterse una aguja de punta chata. Y eso no habla mal de los deportados del bordo. El espectáculo de la desesperanza habla mal de los gobiernos de México y de Estados Unidos. En última instancia, habla mal de los que logramos ver este video en youtube desde nuestro confort y nuestro silencio.

Rául Dorantes. Escritor y dramaturdo, reside en Chicago. En el 2013 publicó su primera novela De zorros y erizos.

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