Daimon y humanidad en Don Giovanni de Mozart

Daimon y humanidad en Don Giovanni de Mozart

Hablaba hace poco por teléfono con un amigo sobre la puesta más reciente de Don Giovanni, la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart, en la Lyric Opera of Chicago. Le decía que para saber de qué trataba la pieza solo tenía que traducir al español el título de la misma. “Don Juan”, me dijo y, efectivamente, para entonces mi amigo sabía en general el argumento del montaje que tuve la oportunidad de ver el 14 de noviembre de 2019, dirigido por el americano Robert Falls, quien ya había vuelto a montar en 2018 en Dallas su Don Giovanni

La representación en la versión de Mozart se ubica en un lugar del territorio español que no se define, y en el siglo XVII, período del que proviene uno de los modelos de Mozart; me refiero a la comedia del Siglo de Oro español El burlador de Sevilla, escrita por el famoso dramaturgo madrileño Tirso de Molina. Sin embargo, Falls ha optado en su puesta por ubicar la acción en una pequeña villa española, pero en los años 1920. Esto se evidencia en el uso de cierto vestuario y en la presencia de una moto con sidecar y las bicicletas en escena. También aparecen otras señales y carteles en idioma español como “Virgen de la Luz. Pensión”. La obra original de Tirso cuenta con tres actos, mientras que la versión de Mozart tiene solo dos y corresponden, esencialmente, al segundo y tercero de Tirso, sin tener en cuenta otros cambios en la caracterización y en la historia que a un espectador pueden parecer más o menos importantes. 

Con libreto de Lorenzo Da Ponte, esta obra se representó por primera vez en el Teatro Nacional de Praga el 28 de octubre de 1787. Tanto el libretista como Mozart la consideraron un drama gracioso; pero lo cierto es que, desde la obertura (es decir, incluso antes de que se abra el telón) la introducción musical nos adelanta que se trata más bien de una mezcla de divertimento con lo tremebundo. Se funden en los primeros acordes momentos abismales, oscuros, de un nihilismo atroz con otros más refrescantes, ligeros y graciosos. Esas melodías del comienzo anuncian ya la gran dicotomía del monstruo encantador y terrible que es Don Giovanni: un hombre que solo es amable y atento cuando quiere conseguir lo que desea, y que tras esas formas de humorista y dicharachero esconde un vacío y una resistencia indoblegables a la hora de reconocer sus errores o sus desaciertos.

No hay para él interés o importancia alguna en analizar sus acciones. La pieza comienza con una (o con un intento de) violación y un asesinato (que para empezar no es poco) y, sin embargo, quien ha perpetrado ambos, Don Giovanni, se pasea las siguientes horas de representación como si nunca hubiese sucedido nada, como si no hubiera nada de lo que debiese preocuparse. Todo lo contrario, anda feliz, a la búsqueda de nuevas conquistas, tranquilamente, sin señal alguna de remordimiento. Esta parte cruel y despiadada de Don Giovanni se vuelve a mostrar claramente en el segundo acto cuando le da una golpiza a Masetto haciéndose pasar por su sirviente Leporello, con quien, previamente, se ha intercambiado la chaqueta.

Falls, en la nota del director publicada en el programa de mano, denomina a esta pieza como “comedia negra”. El director llama la atención también sobre lo que significa presentar Don Giovanni en la era del #MeToo: una obra en la que las mujeres actúan, se hermanan y buscan un modo de obtener justicia contra los engaños y actos violentos del protagonista. Con estos tres personajes (Doña Ana, Doña Elvira y la joven Zerlina) Mozart, a finales del siglo XVIII, se adelanta a su tiempo en cuanto al tratamiento de las figuras femeninas dentro de una sociedad patriarcal.

No se sabe claramente, por ejemplo, qué ha sucedido en la habitación de Doña Ana justo antes de que comience la obra. ¿Su encuentro con Don Giovanni fue forzado por este o sucedió de mutuo acuerdo? Al parecer, fue forzado, pero la misma doña Ana reconoce que nadie le creerá y, en un principio, Don Octavio duda que alguien tan reconocido y respetado socialmente como Don Giovanni sea capaz de semejantes acciones. Se trata, sin dudas, del mismo estigma que arrastra el movimiento #MeToo. Incluso, pensando en la historia más reciente de España (en donde se ubica la acción de esta pieza) uno recuerda el caso reciente de “La Manada”, las multitudinarias manifestaciones feministas en diversos lugares de la península, el auge de un partido de ultraderecha como Vox que cuestiona la ley de violencia contra la mujer, así como los lamentablemente muy comunes casos de violencia doméstica. A su vez, como asegura el director en sus palabras al programa, Mozart, en su versión, explora las complejidades del poder, el privilegio, la violencia y el abuso sexual.

Como asegura la profesora Martha C. Nussbaum en su texto “Rape, Revenge, Love: The Don Giovanni Puzzle” (publicado como parte del programa de mano), se trata de una obra en que Mozart tiene que ingeniárselas ante el libreto de Da Ponte para no dejar la sensación tremebunda y final de la venganza divina. Para evidenciarlo, esencialmente, Nussbaum alude a los personajes femeninos antes mencionados, al modo en que buscan venganza, mientras que a la vez dan, en algún momento de la trama, un giro hacia el amor y la piedad, con sus variaciones y complejidades de modo individual. Creo que a esa idea también tributa el modo en que todos los demás personajes quedan por debajo de la crueldad y frialdad de Don Giovanni, pero también la forma tan rotunda y definitoria en que el plano divino irrumpe para impartir justicia. Esta especie de deus ex machina que viene a poner solución al dilema y a los crímenes de Don Giovanni deja en suspenso y boquiabiertos a los demás personajes. El final de Don Giovanni es tan espectacularmente terrible, que todos los otros personajes quedan perplejos, incluso aquellos que pedían y deseaban vengarse de él. La maldad y la testarudez del protagonista solo es comparable a la justicia divina más terrible. De este modo, en la rigidez de las dos posturas y en la perplejidad de los demás personajes, uno descubre que el enfrentamiento del bien y del mal en esta obra recuerda al modo en que estas fuerzas son explicadas por los autores antiguos cuando se refieren a los dáimones, o en el modo en que Eurípides utilizaba a los dioses como estructura de marco en algunas de sus piezas, representando las fuerzas interiores encarnadas en los personajes. Es en la escena de la caída hacia el infierno en que el espectador puede comprender a plenitud el carácter extremo e indoblegable del Don, que ni a las puertas de la muerte y ante el más severo castigo divino se arrepiente o se preocupa de lo que pudo haber hecho que perjudicase a otros.

No hay amor ni humanidad alguna en el Don Giovanni de Mozart. Hay instintos, impulsos, deseos desatados, llevados al extremo más terrible de individualidad y egoísmo. Pero aún así, los personajes más humanizados, las mujeres esencialmente, siente compasión, odio y terror por todo lo que sucede. Se dejan mover por el deseo de venganza, pero también experimentan el amor y el placer. Son ellas, en su humanidad, entre los dos extremos que representan Don Giovanni (como representación del mal y el pecado) y la estatua del Comendador (como representación del castigo y la justicia divinos) quienes exponen un término medio, en que ambas posturas extremas se fusionan: desean, aman, odian, responden a una ética, y todo ello se yuxtapone, se fusiona, se confunde. De este modo, entre las dos fuerzas polarizadas y encarnadas en Don Giovanni y el Comendador, las figuras humanas representan un término medio de comportamiento, más complejo, verosímil y a la vez rico en matices y emociones.

Con un juego arquitectónico fabuloso, el diseño de escena (a cargo de Walt Spangler) es práctico y dinámico a la vez, se basa esencialmente en recrear la arquitectura española, pareciendo a ratos neoclásica y sureña, o moviéndose entre la entrada de una casa, un hotel o pensión con su terraza, un enorme patio trasero o escenas callejeras. En ciertos intermedios entre una escena y otra se utiliza un telón de rosas negras, otra evidencia de la fusión entre Eros y muerte en la puesta. Para el segundo acto, reaparece la pensión en la que se hospeda Doña Elvira, pero esta vez la arquitectura se fragmenta en sus extremos, se confunde con la oscuridad del fondo, anunciando el nihilismo abismal del cierre.

El diseño de vestuario se mueve entre los tonos más oscuros y el colorido de la ropa: tanto en el caso de las damas como de Don Giovanni, que suele vestir con colores llamativos, con pantalones claros, larga túnica morada y motivos dorados en el cuello. Este uso de los colores y contrastes en el diseño de vestuario permite a la reconocida Ana Kuzmanic converger con las ideas esenciales que, desde la música de la obertura, se han señalado como propias de esta pieza en particular y del estilo de Mozart en general: la liviandad y el tono tremebundo, lo lúdico y lo oscuro; esos mismos que caracterizan a Don Giovanni, su personalidad y sus acciones.

Con respecto a las interpretaciones, Liporello (encarnado por el bajo británico Matthew Rose) da a la puesta un toque cómico, pero también humano, esencialmente en los momentos en que tiene que lidiar con las travesuras y maldades de su amo y no sabe qué hacer o cómo librarse de ello. Rose logra fundir de forma balanceada, comicidad y miedo, algo, la verdad, bien difícil. La soprano Amanda Majeski, originaria de Illinois, interpreta a una Doña Elvira de un fuerte carácter, de mujer empoderada, a tono con las ideas del movimiento #MeToo que maneja el director de la puesta. La interpretación de Doña Ana por parte de la soprano americana Rachel Willis-Sorensen es descomunal. Su actuación logra captar, en los diversos tonos y emociones, las diversas situaciones a las que se enfrenta desde el comienzo: intento de violación, muerte y entierro del padre, descubrimiento del culpable, búsqueda de la venganza, odio y compasión por su enemigo… En el caso del barítono americano Lucas Meachem (en el papel de Don Giovanni) este consigue reflejar todas las facetas del complejísimo personaje: comicidad, sentido práctico, ligereza, espontaneidad, conquistador, abusador que encanta, violento, asesino, amante, tosco y elegante según la situación, incapaz de arrepentimiento… Mozart parte del esquema del mal y el pecado para, sin embargo, entregarnos a uno de los personajes más polifónicos y perturbadores de la historia de la ópera. Esa mezcla de esquematismo y complejidad es captada en todo momento por Meachem.  

A diferencia de otras composiciones de Mozart, Don Giovanni no es una ópera de grandes partes corales, se concentra más bien en las intervenciones individuales. Los solos y las arias (algunas veces con el telón de rosas negras de fondo) son los momentos más comunes y de mayor importancia musical. Todo ello contrasta con el hecho de que el personaje principal, Don Giovanni, no tiene un área asignada en el sentido tradicional. Lo que este canta son una canción y una serenata, pero no un aria, que viene a ser el momento en que un personaje se muestra todo, se desnuda a través del canto. Conocemos a Don Giovanni no por lo que él canta/cuenta de sí (que es poco o nada), sino por sus acciones y por lo que otros personajes dicen de este, como Leporello a Doña Elvira. En él, en general, el canto es un medio y no un fin, una forma de llegar a sus objetivos y no una declaración personal y sincera. Su entonación es camaleónica, otra máscara dosificada en tonos de acuerdo a la situación y las características de su conquista en proceso. El amor, un tema tan caro para Mozart, es cuestionado, mezclado y diluido junto con otros sentimientos. No hay un dueto amoroso que no se ponga en duda o que no juegue con la doble moral, la simulación, la confusión, el desengaño o el engaño. Esta obra, además, invita a reflexionar sobre la libertad: el modo en que la utilizamos, la forma en que hacemos uso de nuestra infinita capacidad de acción. Entre la moral compacta y la ausencia total de moral, los espectadores, como los demás personajes, quedan boquiabiertos, mientras la tierra se traga la mesa vertical en la que poco antes Don Giovanni, como un Tartufo despreocupado de los más básicos modales y las apariencias, devoraba suculentos manjares.

 

 

Ben Bliss y Rachel Willis Sørensen en Don Giovanni. Foto: Kyle Flubacker, cortesía de Lyric Opera of Chicago

 

Don Giovanny en el Lyric Opera of Chicago