¿Dónde diablos quedó el amor, en este libro?

¿Dónde diablos quedó el amor, en este libro?

 

Del amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez,
Sudamericana, 1994

 

“Empecé a escribir por casualidad —le contaba Gabriel García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza allá por 1982— quizá sólo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores. Después caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto, y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir”.

Ésta es, por supuesto, otra de las muchas ocurrencias que acostumbraba lanzar el genial autor. La verdad es que no podría haber sido nada más, ni nada menos, que un escritor. Todo pareciera haber sido concebido para tal propósito: tuvo una infancia rodeado de mujeres fantásticas y supersticiosas (sus tías) que poseían el don de clarividencia y le hablaban de los muertos como si estuviesen vivos; tuvo un abuelo de alma templada (el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía) que le contaba de guerras civiles perdidas y lo instaba a descubrir maravillas como el diccionario y el hielo; y tuvo una abuela (doña Tranquilina) que gobernaba aquella casa de locos con mano férrea y alimentaba la imaginación del niño con mentiras tremebundas que le ponían los nervios de punta.

Es precisamente a esa mamá grande —según declaraba en la ocasión García Márquez a Apuleyo Mendoza (El olor de la guayaba, Bruguera)— a quien este premio Nobel de Literatura debe su estilo inconfundible de narrador. Doña Tranquilina solía contar sus historias insólitas con tal aplomo (“con una cara de palo”, según recuerda el autor) que nadie dudaba de su veracidad. En sus libros (Cien años de soledad, sobre todo) su nieto cuenta los hechos más inverosímiles con tal naturalidad que hacemos a un lado todo raciocinio y le creemos. Nos dejamos arrastrar por esa bella corriente electrizante.

Por eso lamento expresar lo siguiente: el libro Del amor y otros demonios (1994), de Gabriel García Márquez, es una novela fallida, muy por debajo de todas sus antecesoras. Y su falla principal, a mi juicio, es que no convence. Para nada. Ni la trama que parece a ratos extraviarse ni los personajes (algunos francamente detestables). Creo que esta historia ni doña Tranquilina la hubiera rescatado; aunque —nos asegura su autor en el prólogo del libro— fue el recuerdo de una leyenda referida por la gran matriarca, en su niñez de Aracataca, la que dio origen al relato y lo motivó a escribirlo.

Podríamos intentar resumir Del amor y otros demonios de esta manera: es una novela que se desarrolla en la zona del Caribe de hace más de doscientos años, cuando el esclavismo era imperante, la religión estaba plagada de supersticiones y había un Santo Oficio que tenía poder absoluto sobre la vida y muerte de los habitantes. En una ciudad portuaria de aquella costa caribeña, un domingo de diciembre, una niña hija de nobles, Sierva María de Todos los Ángeles, es mordida por un perro rabioso. Para la jovencita de doce años esto equivalía a una sentencia más cruel que la propia muerte: la rabia era un mal incurable; y todavía peor: en el enfermo recaía la sospecha de haber sido poseído por los demonios, de acuerdo a las antiguas leyes y rituales del arcaico Santo Oficio.

A este cuadro ya de por sí dramático el autor le añadió un ingrediente. Algo que quizás hubiera podido rendir buen fruto, pero aquí resulta grotesco: el amor, esa enfermedad o remedio del alma que puede salvar o causar tormentos. Las emociones que este escritor explorara con tanta delicadeza y humor en una novela anterior (El amor en los tiempos del cólera, Sudamericana, 1985) aquí apenas sirve de pretexto para un título ingenioso. Porque el amor parece haberse ausentado del resto del libro. Yo no lo encuentro.

Me explico: para empezar, los padres de Sierva María de Todos los Ángeles, el marqués de Casalduero y su esposa Bernarda Cabrera no solamente han preferido ignorar rotundamente a su hija desde su nacimiento (la han mantenido relegada viviendo con los esclavos), sino que entre ellos mismos cabe sólo un mortal desprecio, algo más parecido al odio. Y en esto les concedemos a los dos la razón: son tal para cual.

Escuchemos el retrato de la madre que nos brinda el narrador omnisciente: “Bernarda Cabrera, madre de la niña [...] había sido una mestiza brava de la llamada aristocracia de mostrador; seductora, rapaz, parrandera, y con una avidez de vientre para saciar un cuartel. Sin embargo, en pocos años se había borrado del mundo por el abuso de la miel fermentada y las tabletas de cacao. Los ojos gitanos se le apagaron, se le acabó el ingenio, obraba sangre y arrojaba bilis, y el antiguo cuerpo de sirena se le volvió hinchado y cobrizo como el de un muerto de tres días, y despedía unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los mastines...” y así por el estilo. El retrato del marqués no es más halagüeño. Pero aún peor es el carácter torcido de los cónyuges: ambos son egoístas, crueles y holgazanes. Bribones enfundados en ropajes de nobleza.

Los juegos verbales de García Márquez, por lo regular fascinantes, distraen y afean la narración en el presente libro. Párrafos como el arriba transcrito funcionan muy bien en novelas como El otoño del patriarca, donde nos ha narrado las miserias de un dictador que ha alcanzado ya su perfecto estado de putrefacción; pero en una historia “de amor” como pretende ser ésta, más parece fatal desatino. A veces también los Nobel yerran.

Otros personajes que aparecen en este pequeño libro (apenas 201 paginitas) son: Abrenuncio, un médico cuyo deleite mayor es recitar —o recetar— a medio mundo graves sentencias en latín, sin ton ni son, y que desprecia —o finge despreciar— los libros (“no sirven para nada”, afirma el ilustre galeno); el obispo, que ordena se practique un exorcismo a la niña enferma del mal; y el enamorado de Sierva María de Todos los Ángeles, el fraile Cayetano Delaura, protegido del obispo, que sueña con ocupar un día el puesto de bibliotecario mayor del Vaticano. Verracos todos, como dirían los cubanos.

Ese personaje —el fraile— sí que me resulta patético: aburridísimo delirante declamador de los versos de Garcilaso de la Vega, lector ansioso y voraz de Voltaire, engullidor de bibliotecas enteras pero —curiosamente— incapaz de reconocer un libro “prohibido” como el Amadís de Gaula. Que de este individuo timorato y servil se pueda enamorar una jovencita inteligente como la protagonista del libro sí que rebasa los límites de la credibilidad —al menos para este lector. Aunque me lo dijeran con la mejor cara de palo.

Confieso mi sorpresa y decepción ante este libro. No soy el único, según parece: en el número 6 de la revista tres américas (Chicago, verano 1994) hay una carta firmada por Juan Rulfo, desde Comala** donde se manifiesta insatisfecho con lo último que ha leído de su entrañable amigo Gabo. “Ha de ser —dice el tal Rulfo— que nuestros sentimientos, nuestra manera de ver las cosas acá, de este lado, son diferentes”. Como usted lo diga, don Juan. Pero los de aquí abajito ni nos agüitamos; ya estamos alistándonos para el próximo libro de este señor tan endiabladamente querido. Hasta nos parece verlo salir de Macondo en un tren amarillo, feliz de la vida, echando recuerdos por las ventanillas.

 

**La carta de Rulfo fue entregada a la redacción de la revista por un tal Samuel Castel

 

 

Publicado en el semanario ¡Éxito! de Chicago, en 1994