Cuatro vidas laborales

Cuatro vidas laborales

En estos días comenzará a circular la segunda edición del libro ...y nos vinimos de mojados, de Raúl Dorantes y Febronio Zatarain. A propósito de la conmemoración del Primero de Mayo, como adelanto, publicamos la presente crónica "Cuatro vidas laborales", en Chicago.

 

 

Primero conchero y después veremos

Un día de 1988, Roberto González fumó por primera vez la pipa en una ceremonia de los indígenas Black Foot. Y a partir de ese día se interesó por participar en danzas, en velaciones y en otros rituales del mundo indígena. En 1992 viaja a Michigan para hacer lo que se conoce como “vision quest”, es decir, permanecer tres días en ayuno al aire libre, en contacto con los elementos. A mediados de los noventa, en el Centro Cultural Calles y Sueños descubre la danza conchera; de inmediato habla con Roberto Ferreyra, líder del grupo Cuarto Movimiento, y éste lo invita a integrarse. Hasta el día de hoy, Roberto González no ha dejado de participar en el grupo —que se reúne regularmente los miércoles y los sábados en Casa Aztlán— y sin duda es uno de lo más visibles.

Nos cuenta que en 1999 le hicieron su tonalli: ceremonia en la que se determina el número, la planta y el animal que le corresponden a una persona a partir de la fecha y la hora de su nacimiento; a Roberto le correspondieron el número trece, el carrizo y el cuervo. Y durante una visita del líder indígena Tlacaélel, Roberto recibió en náhuatl el nombre Cacalochtecuhtli, que significa “el hombre que habla con los cuervos”.

Ya conocido entre los concheros de Chicago como Roberto Cuervo —o Cuervo solamente—, viajó a la ciudad de México para recibirse como danzante, título que en Chicago solamente lo tienen tres personas. “Mi objetivo es danzar lo más clarito posible, que los niños vean lo que es un caballero águila o lo que es un caballero jaguar”. 

Casi tres décadas atrás, el 28 de abril de 1977 para ser precisos, quien en aquel entonces se llamaba Roberto González, comenzó a trabajar en la Madison Steel como cortador de metales; lo había llevado su amigo Tony Pérez, de origen puertorriqueño y quien desde su regreso de Vietnam trabajaba ahí. Dice Cuervo que a partir de 1977 la empresa ha cambiado dos veces de propietario y una vez de domicilio; por eso ahora se llama Allegheny Rodney. Tony y Roberto eran los únicos latinos que trabajaban en la fábrica en aquella época. Roberto empezó trabajando en el turno de la noche, pero con el tiempo pasó al primer turno; hoy, después de veintiocho años, el cincuenta por ciento de los obreros es de origen mexicano. Recuerda que a finales de los setenta Tony le presentó a su cuñado, quien era organizador sindical del Local 1, del Service Employees International Union. “Nos reunimos con él para meter la unión: días de vacaciones, mejores salarios, aseguranza, lo que se pide, pues”. Pronto se vino la huelga para exigir un contrato colectivo. Luego de una semana, y debido en parte a la muerte accidental del cuñado de Tony, la empresa reconoció al sindicato, acaso temiendo que se le responsabilizara de la muerte.

Le pedimos a Roberto que hable sobre otro momento importante en sus casi treinta años de obrero metalúrgico. Él se queda callado y mirando hacia un punto de la pared.

 

Cuando Cuervo entró a la Madison Steel, ya llevaba seis años en Chicago. Llegó a esta ciudad el 21 de septiembre de 1971. Cuenta que su objetivo en aquel entonces era “ahorrar y ahorrar”, pues provenía de una familia numerosa y quería mandarle dinero a sus padres y hermanos: “Tenía entonces el hambre de ayudar”. Rápido encontró trabajo como busboy en el restaurante Gold Coin, de Skokie. De ahí pasó a uno de los primeros restaurantes de la popular cadena Lettuce Entertain You… Hasta que conoció a Tony Pérez en una pizzería de la calle Howard.

Roberto cuenta que aquí sufrió el racismo de parte doble: por los blancos debido al hecho de ser mexicano, y por los pocos latinos con quienes se topaba en los suburbios a causa de tener facciones indígenas muy marcadas. Esto lo llevó a aislarse, a dudar de su migración, es decir, de su vida en los Estados Unidos. En 1977 se casó con Laura y tuvieron un hijo, Julián, pero el nuevo entorno familiar no lo sacó de su ensimismamiento, tal vez porque su matrimonio fue motivado parcialmente por la intención de obtener su green card. En alguna ocasión escuchó en la radio una entrevista a Carlos Santana , a quien él ya admiraba como músico, y se le quedaron algunas líneas: “En el primer piso estamos nosotros; en el segundo está el gurú; y en el tercero, Dios”. Estas palabras de algún modo fueron proféticas: con el tiempo, Roberto habría de encontrar en el primer piso a los indígenas, en el segundo al chamán y en el tercero a las deidades precolombinas, en especial a Huitzilopochtli.

El racismo, en cualquier parte del mundo, o vence con el estigma al sujeto agredido o lo lleva a identificarse con la parte de sí mismo que genera la agresión; en el caso de Roberto se trataba de su parte indígena. Esta situación es en más de un modo similar a la que vivieron los integrantes del Movimiento Chicano de fines de los sesenta y principios de los setenta, que no reivindicaron su condición de mexicanos sino su condición de indígenas: no retornaron a Tenochtitlan porque ese México se mezcló con la sangre europea; se fueron hasta el origen de lo que generaba la agresión: Aztlán. Por eso, cuando en 1988, Roberto fumó la pipa ceremonial se sintió de pronto en un camino, algo que no le había hecho sentir ni su migración a los Estados Unidos, ni su trabajo en la factoría, ni su matrimonio.

Muchas de las fábricas del área de Chicago que trabajan con el acero, han cerrado y se han reinstalado en México, Guatemala o incluso China. La empresa Allegheny Rodney es una de las pocas excepciones; ahí se siguen produciendo hojas de metal térmico que se utilizan en las nuevas construcciones para protegerlas del frío. Pero independientemente de la utilidad de lo que esta fábrica produce, no deja de ser posible que de un momento a otro la Allegheny Rodney se desplace a la frontera sur o a cualquier otra zona franca del mundo.

Roberto Cuervo —Cacalochtecuhtli— no piensa mucho en eso. Sólo tiene en la mira jubilarse dentro de trece años e irse a México, y una vez allá quiere viajar de pueblo en pueblo para aprender y enseñar las diferentes danzas autóctonas.

  

Un jornalero de Home Depot

Como todos los días, el 26 de abril de 2005, Julio Padilla se apostó en los límites del estacionamiento de la tienda Home Depot, del suburbio de Cicero, junto con otro centenar de jornaleros. Esa mañana, como es común, los contratistas dedicados a la construcción empezaron a llegar y el grupo de jornaleros se fue haciendo más pequeño. El tiempo transcurría y a Julio no lo habían contratado para trabajar en lo que se ha ido especializando a lo largo de cuatro años: roofing y dry walls (reconstrucción de techos e instalaciones de tablarroca). Como a las diez finalmente se acercó el contratista Daniel Benítez para solicitar el servicio de una persona que le ayudara a instalar aluminio en la parte interior de las paredes de un ático; Julio le respondió que no tenía experiencia en ese tipo de trabajos. Daniel le dijo que no se preocupara, pues sólo necesitaba a un ayudante que le echara una mano.

Daniel y Julio se dirigieron a una casa que se encuentra en la esquina de Diversey y Spaulding. “Quitamos la madera del ático, que ya estaba podrida, y construimos un andamio”. Trabajaron varias horas y a las tres y media de la tarde Daniel le pidió a Julio que le ayudara a medir la parte exterior del ático. Julio estaba estirando con ambas manos la cinta de medir cuando de pronto el andamio se partió en dos; Daniel lo vio caer desde la escalera. Ya en el suelo, la primera reacción de Julio fue levantarse, pues temía quedar desmayado: “Como por diez segundos se oscureció mi cerebro”. Ya de pie miró su brazo izquierdo en el que se notaban algunas fracturas; miró luego el derecho y también tenía otra. Los vecinos se dieron cuenta y llamaron a la línea de emergencia 911. Cuando arribaron los paramédicos, dijeron que, en efecto, era un caso de emergencia y que había que llevarlo al hospital más cercano. En ocho minutos llegaron al Illinois Masonic.

Después de haber estado hospitalizado diez semanas, Julio seguía sin saber si tendría que pagar los más de ciento cincuenta mil dólares de deuda acumulada hasta mediados de junio.

Julio Padilla entró a los Estados Unidos por Tijuana hace aproximadamente nueve años. Nos dice que el coyote lo pasó en una cajuela y después se lo trajo en el mismo coche hasta la casa de su tío, ubicada en el barrio de La Villita, en Chicago. Trabajó algunos meses en el restaurante Hacienda de los Gutiérrez y después optó por contratarse diariamente a través de las “oficinas”, conocidas en inglés como Day Labors. Pero cuando Julio supo de la existencia de los jornaleros de la construcción, no la pensó dos veces, pues en los Day Labors ganaba a lo mucho treinta y nueve dólares al día y en el estacionamiento de Home Depot podía ganar desde noventa hasta ciento veinte dólares en un día.

Esta forma de ofrecer los servicios laborales es una práctica que en México tiene sus referentes en la Catedral Metropolitana del Distrito Federal, pues a uno de los costados de ese edificio es posible encontrar a cientos de personas con oficios que van desde la plomería y la electricidad hasta la carpintería y la albañilería, es decir, oficios que tienen que ver con la construcción. En los Estados Unidos esta práctica se ha ido reproduciendo en lugares con alto índice de migración mexicana, pero no en los costados de las iglesias sino en los estacionamientos de los Home Depots. Allá, los jornaleros van a la Catedral Metropolitana porque prácticamente las opciones laborales ya se les han cerrado y de algún modo su destino lo ponen en manos de la Providencia. En cambio, los jornaleros que se apostan en los alrededores de los Home Depots se ponen a disposición de los contratistas que van a las tiendas mencionadas para proveerse de materiales para la construcción. Julio podía seguir trabajado de ayudante de cocina en los restaurantes o en las oficinas Day Labor. Pero ir a los Home Depot fue una mejor alternativa económica.

En esta parcela de la economía informal estadounidense (donde al trabajador se le contrata por día) se está generando cada vez más una nueva división del trabajo a partir del género. Los hombres inmigrantes que en las grandes urbes buscan empleo inmediato tienen hoy por hoy dos opciones: los Day Labors o bien ofrecer sus servicios en las afueras de las tiendas de materiales de construcción. Las mujeres, en cambio, tienen solamente una: los Day Labors. En dicha parcela el hombre tiene la posibilidad de dar el salto de la oficina de trabajo diario a ofrecer sus servicios como jornalero; la mujer no. Hay algunos hombres que se enteran de la existencia de jornaleros en las afueras de los Home Depot. Sin embargo, prefieren quedarse en los Day Labors, aunque el salario sea menor. Y lo hacen por tres razones: el trabajo que se consigue a través de estas oficinas no requiere especialización; es menos pesado; y la posibilidad de tener un accidente es remota, y en caso de que lo hubiera hay un responsable a quien dirigirse. Julio Padilla, por ejemplo, no ha visto al subcontratista Daniel Benítez desde que lo recogió la ambulancia.

Sabemos que Mario Martínez, para quien trabaja Benítez, fue al hospital Illinois Masonic a visitar a Julio, pero no asumió ningún tipo de responsabilidad, esto a pesar de que como contratista ya había recibido un anticipo de mil quinientos dólares, lo que lo obligaba por ley a comprar un seguro en caso de accidentes. Julio ahora continúa asistiendo a las terapias de un centro de rehabilitación, pues quiere recuperarse por completo y volver a ser jornalero. Nos dice que no ha decidido el regreso a Tianquizoleo, Guerrero, su pueblo natal. “Quiero meterme a la unión para estudiar soldadura”. Y de esa forma piensa seguir enviando dinero a sus dos hermanos para que sigan estudiando.                                  

Coda

Al concluir estas dos crónicas caímos en la tentación de comparar los mundos laborales de Roberto Cuervo y Julio Padilla. Si bien el primero, que llegó a principios de los setenta, tuvo menos dificultades para encontrar un trabajo con prestaciones y con un salario digno, se insertó en una sociedad en la que aún había muchas actitudes antiinmigrantes surgidas desde la época de la Wetback Operation. Esta circunstancia obligó a muchos inmigrantes a esconder, disfrazar e incluso negar su identidad. A Roberto, por ejemplo, dicha situación lo metió en una especie de limbo, del que sólo pudo salir gracias al descubrimiento de las culturas indígenas tanto de los Estados Unidos como de México.

La sociedad estadounidense a la que llegó Julio, en términos laborales ha retrocedido, pues para un inmigrante que haya llegado en la última década es casi imposible que encuentre un trabajo como el que encontró Roberto en la compañía Madison Steel. Sin embargo —a pesar de propuestas legislativas como el English Only o del surgimiento de grupos antiinmigrantes como el Minuteman Project—–, los nuevos trabajadores mexicanos y latinoamericanos que llegan a las grandes urbes ya no se ven obligados a ocultar su identidad. Cada vez más, el aprendizaje del inglés se ve como lo que es: una manera de expandir el conocimiento y de prepararse para ascender en el mundo laboral.         

 

 

Los suburbios: nuevos puertos de entrada

Highwood se ubica a veinte millas al noroeste de Chicago, ya próximo a la frontera con el estado de Wisconsin. Casi al llegar a la desviación a Highwood, el expressway Edens deja de ser autopista para transformarse en una especie de avenida, pues de pronto hay semáforos y los autos y tráileres tienen que bajar la velocidad. En vez de salidas, nos topamos con vibradores y cruceros flanqueados por gasolineras y lotes de autos. Eso nos confunde y damos vuelta hacia el este en la primera oportunidad: estamos en la avenida Park West, que a nuestro parecer es el camino más rápido a Highwood. Este suburbio aparece en el Libro Guinness por tener el récord del mayor número de restaurantes per capita en los Estados Unidos. Tal vez por la abundancia de restaurantes se ha convertido en puerto de entrada para miles de mexicanos que buscan trabajo como cocineros, busboys o incluso meseros.

Aunque el punto de referencia es obviamente Chicago, muchos mexicanos ya no llegan a esta ciudad sino a Cicero, Waukeegan, Aurora, Berwin, Desplaines, Highland Park, entre otros. Por un lado, en las últimas dos décadas, en Chicago el precio de las casas y del alquiler ha aumentado considerablemente debido a la política de desplazamiento que la Ciudad de los Vientos —como todos los grandes centros financieros del mundo— está experimentando.[1] Por otra parte, los salarios tienden a ser un poco mejores en los suburbios para los que trabajan en la industria de los servicios y para aquellos que tienen experiencia en la rama de la construcción y de la jardinería. Estos dos aspectos, ya combinados, representan un ahorro para la familia inmigrante o para un inmigrante que viva solo.

Highwood colinda con Highland Park, suburbio en el que ha residido un buen número de gente famosa y adinerada, por ejemplo, el ex basquetbolista Michael Jordan y el actor Mr. T. También en Highland Park se ha dado un fenómeno curioso: los niños de origen mexicano, sobre todo de los estados de Guerrero y de Oaxaca, conviven en las aulas de las escuelas públicas con niños de la clase media alta estadounidense. Este mundo académico bicultural ha hecho que los padres de familia anglosajones opten por apoyar los programas bilingües duales, en los que las materias son impartidas en inglés y en español. Es importante señalar que la clase media estadounidense tiende a apoyar los programas bilingües, pues se dan cuenta del beneficio cultural y laboral que representan para sus hijos; en cambio, los padres mexicanos tienden a rechazar los programas, porque creen que sus hijos ya hablan español y porque creen que las oportunidades laborales solamente se amplían con el mejoramiento del inglés. 

Nos quedamos de ver con Noé Briseño en el restaurante McDonald’s de Highwood a las diez de la mañana, pero por equivocación caímos en el de Highland Park. Al sentirnos desubicados, le preguntamos a una de las cajeras. Ella nos dijo en español que Highwood estaba a menos de una milla y que no era necesario volver a la autopista: “Sigan derecho junto a la vía del tren”. A esa hora de la mañana había una decena de trabajadores en el restaurante, todos de origen mexicano. Cuando la cajera estaba dándonos las instrucciones, tanto los que limpiaban como los que desde el fondo preparaban desayunos querían contribuir: “De aquí a Highwood solamente hay una luz”; “adelantito de la luz está un Domino’s, y ahí comienza Highwood”.

Seguimos las instrucciones y después del Domino’s Pizza pasamos los restaurantes Bertucci, Washington Garden, Froggy’s, Buffo’s, Little Italy, Miramar…

En 1985, al terminar la secundaria, Noé Briseño entró al Colegio Militar, ubicado al sur de la Ciudad de México. La inquietud por ser parte del Ejército y su atracción por las armas se la despertaron dos de sus tíos paternos, que ya tenían grado de capitán. Cuando se graduó de dicho colegio ya con su barra de subteniente, Noé fue enviado al 44 Batallón de Infantería, apostado en el sureño estado de Guerrero. Recuerda que, durante su primera campaña, estuvo tres meses en la sierra detectando sembradíos de mariguana y amapola, y en dos ocasiones los treinta y seis soldados a su cargo tuvieron enfrentamientos con narcotraficantes. “Hubo bajas de ambos lados”, nos dice. En esos enfrentamientos, Noé Briseño no tuvo que ver con dichas bajas. Sin embargo, en septiembre de 1995 retornó a la sierra de Guerrero, y cerca de una ranchería llamada Los Girasoles su sección fue emboscada por un grupo de narcotraficantes. “Todos estábamos entrenados para una circunstancia así. Los que tenían que tirarse al suelo, se tiraron; los que tenían que replegarse, se replegaron. Desde mi posición definí dos blancos y les disparé”. En ese enfrentamiento, los narcotraficantes tuvieron seis bajas y el Ejército una.

En 1992, Noé vino a Highwood a visitar a su hermano José María y a su tío Sergio, quienes habían llegado a este suburbio en 1987. En las tres semanas de su visita conoció a Jorge Guerrero, un joven de Apaseo el Alto, Guanajuato, que trabajaba de cajero en el McDonald’s de Highland Park. En esas tres semanas Noé se quedó en el mismo apartamento que alquilaba Jorge y dos amigos. Ahí nació una amistad.

Jorge Guerrero llegó al suburbio de Highwood en enero de 1987. Nos cuenta que en su tierra natal, mientras estudiaba la secundaria, veía a muchos inmigrantes que retornaban temporalmente manejando buenos carros. Muchos de ellos no habían terminado ni siquiera la escuela secundaria; su padre, Silvestre Guerrero, era maestro de primaria y no se había podido hacer de un carro. A Jorge también le llamaba la atención que sus primos, que habían sido enviados con muchos sacrificios a la universidad, se titulaban y conseguían empleos con malos salarios o de plano no podían encontrar nada. Ingresar a la prepa ya no le llamó la atención a Jorge. Lo único que sí lo capturó fue el Otro Lado; consideraba que emigrar le garantizaría hacer realidad el sueño de comprar un auto: un Trans Am. Por eso, cuando su amigo Juan Núñez fue de visita no dudó dos veces en pegársele. Cruzaron por Tijuana, llegaron a Los Ángeles y de ahí tomaron un avión.

El primer empleo de Jorge en el suburbio de Highwood fue de lavaplatos en la pizzería Buffo’s. Ahí trabajó casi todo el año, y luego encontró un puesto en la cocina del McDonald’s de Highland Park donde le pagaban el salario mínimo, que era de 3.35 dólares por hora. Estuvo cuatro meses preparando cheeseburgers, McMuffins, chicken nuggets, etc. y posteriormente lo pasaron a la caja para atender a la clientela. Ya en este puesto se vio obligado a estudiar inglés. “Compré el curso de Inglés Básico y también fui a tomar clases en el programa nocturno de la Highland Park High School”. Cabe señalar que hasta 1988 Jorge era el único mexicano que estaba en la nómina de ese McDonald’s. “Casi todos eran blancos, y uno que otro negro”. Ya con el paso de los años, este patrón cambió: tanto en los restaurantes de Highwood como de Highland Park, los blancos y los pocos afroamericanos fueron dejando sus puestos, los cuales han sido ocupados por mexicanos.

Después de cuatro años de atender a la clientela en el mostrador o tomando órdenes en el servicio de Drive Thru, Jorge Guerrero fue ascendido a gerente de turno. Y al inaugurarse el McDonald’s de Highwood, en 1998, lo nombraron gerente general del nuevo establecimiento. En este 2006 el salario de un gerente va de los treinta a los cincuenta mil dólares al año, dependiendo de la experiencia. En estos ocho años, Jorge ha tenido un excelente desempeño. Tan sólo en 2005 el McDonald’s a su cargo fue considerado el número uno en la región que comprende los estados de Wisconsin, Indiana e Illinois; además, en marzo será galardonado con bonos, acciones y dinero en efectivo por haber puesto el establecimiento entre los mejores cien del país. En los Estados Unidos, el consorcio McDonald’s tiene trece mil setecientos treinta y cinco establecimientos.

Jorge, como muchos mexicanos, no dejó de estar en contacto con su pueblo de origen.        En uno de esos viajes se encontró con Amalia Toledo, que había sido su compañera en la escuela primaria. Se casaron en 1993 y ahora tienen dos niñas. Y también como muchos mexicanos, Jorge construyó su casa en su pueblo y no ha dejado de mandar dinero a sus padres mensualmente. “Apaseo depende económicamente en un ochenta por ciento de lo que enviamos los que estamos acá”. Pero Jorge sabe que su vida ahora, y en el futuro mediato, está más en Highwood que en Guanajuato. Por eso ya compró su casa y se hizo ciudadano estadounidense. Nos dice que solicitó la ciudadanía porque le interesaba votar y conseguir la residencia para su esposa y sus padres.

Como ya dijimos, Noé Briseño vino a Highwood de visita en 1992. Luego retornó a México para reintegrarse a sus labores en el Ejército. En 2003 decidió darse de baja con el fin de trabajar como instructor en la Academia de Policía del Distrito Federal. Nos cuenta que en los dieciocho años que estuvo en el Ejército nunca fue testigo de actos de corrupción, y esto quizás porque la venalidad se da más que nada en los altos mandos castrenses. Para Noé, la disciplina que se inculca en el Ejército y la lealtad hacia las instituciones tienen un peso fundamental en el cuerpo moral de los soldados. La visión de Noé se confirma al repasar los recientes cinco años de la historia mexicana: las Fuerzas Armadas —a pesar de que el Partido Revolucionario Institucional perdió la Presidencia, luego de setenta y un años— han mantenido su lealtad hacia el jefe del Ejecutivo.

Sin embargo, estando en la Academia de Policía, Noé se percató de que la corrupción, al menos en el Distrito Federal, va desde el policía de menor rango hasta los comandantes encargados de las Delegaciones. Para él, la causa más palpable de la corrupción es el bajo salario que recibe cada miembro del cuerpo policíaco. Su experiencia en el manejo de armas automáticas y semi automáticas le garantizaba un ingreso como instructor en la Academia o en cualquier puesto policíaco del país. Pero en octubre de 2005, tomó el avión y volvió a Highwood, ya no de visita sino para quedarse a trabajar por un tiempo. Los primeros dos meses trabajó como jornalero en la construcción; le pagaban diez dólares por hora y su semana era de sesenta horas. Dejó este trabajo porque el contratista le quedaba a deber cada semana hasta que se acumularon casi dos mil dólares. Nos dice que tuvo que valerse de amenazas para que éste le retribuyera lo que le debía. Es común que los contratistas (sobre todo los de origen latino) se aprovechen de la vulnerabilidad de los jornaleros: en primer lugar les ofrecen un salario que está muy por debajo del establecido en el ramo de la construcción y a la hora de la paga le salen al trabajador con cuentas chinas; esto se da porque los convenios son verbales y la paga casi siempre es en efectivo. Por eso, al presentársele la oportunidad de trabajar de busboy en el Washington Garden, de Highwood, Noé Briseño no dudó en aceptar el puesto.

Para Noé, su estancia en los Estados Unidos ha sido solamente para cambiar un poquito de aires. El ser soltero a sus treinta y cuatro años le ha facilitado dar este salto sin mayores conflictos. No está echando raíces en Highwood, de ahí que piense seguir viviendo en el sótano del departamento que alquilan sus dos hermanos. Pues el inmigrante se arraiga al firmar un contrato de alquiler, al poner una línea telefónica a su nombre y al hacerse de muebles. Noé tiene pensado regresar al Distrito Federal en 2007, ya que confía en que Andrés Manuel López Obrador ganará la Presidencia de la República. Cree que ese giro generará un cambio sustancial en la vida política, económica y social de México, y por supuesto en los cuerpos de policía de todo el país. “Me gustaría trabajar con el nuevo gobierno”.

Por su parte, Jorge Guerrero tiene posibilidades de que a corto plazo se le ofrezca el puesto de supervisor de región. Y más a futuro, si se presenta la oportunidad, le gustaría adquirir una franquicia y así administrar su propio McDonald’s.

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[1] Esta crónica fue escrita antes de 2007, cuando se empezó a desplomar el mercado inmobiliario. A partir de ese año, los precios de las casas perdieron hasta el setenta y cinco por ciento de su valor tanto en los suburbios como en la ciudad.

Raúl Dorantes. Escritor y dramaturdo, reside en Chicago. Recientemente publicó la novela De zorros y erizos.

Febronio Zatarain. Escritor y poeta, reside en Chicago. Autor de Faltas a la moral y En Guadalajara fue.

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...y nos vinimos de mojados se presentará el 5 de junio en el Café La Catrina a las 7:15pm. Invitación a la presentación.