¿Ciudadanos de segunda?

¿Ciudadanos de segunda?


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La primera crítica indignada a los famosos “principios” Republicanos para ponerse a negociar el tema de la inmigración fue que “quieren crear ciudadanos de segunda”, por aquello de que el partido del elefante no acepta el llamado “camino a la ciudadanía” que los Demócratas pregonaron todo el año pasado. La crítica es curiosa, porque prácticamente una tercera parte de los estadounidenses son “ciudadanos de segunda”.

La ciudadanía es un estado legal en que la persona goza de una serie de derechos en una sociedad. Por antonomasia, se entendería que un ciudadano es la persona que puede ejercer derechos legales como votar y ser votado, tener igualdad de derechos ante las Cortes y los beneficios sociales reservados a quienes forman parte de tal sociedad. Así nació la ciudadanía, como una diferenciación de quienes tenían todos los derechos, en la Grecia antigua, y quienes no, los conquistados, los esclavos, los sirvientes.

Pero ya no es así de claro. En Estados Unidos, por ejemplo, es ciudadano el que nazca en el territorio nacional, sus colonias o fuera de aquí pero de padres estadounidenses, o el que se “naturalice”, término estúpido que significa que antes uno no era “natural” sino artificial”, supongo. En la mayoría de Europa la ciudadanía por nacimiento se reserva a los hijos de ciudadanos, padre o madre, se restringe hasta que haya una petición formal al respecto por parte de los padres y otras condicionantes más.

Y la ciudadanía no garantiza nada. Millones de personas en la cárcel o ex-convictos no gozan de derechos ciudadanos como el de votar; los pobres por lo general no tienen igualdad de representación ante la ley, eso se reserva para los ricos, y muchos millones más no tienen acceso al registro electoral por falta de identificaciones, actas de una u otra cosa y etcétera.

Cumpliendo los requisitos burocráticos del caso tienen derecho, por ejemplo, a beneficios sociales como cupones de alimentos y a algunos trabajos “reservados” para los ciudadanos, como ser carteros o guardias de seguridad en los aeropuertos.

En total, aproximadamente 100 millones de estadounidenses ni siquiera están registrados para votar, o si están registrados ni siquiera votan, anulando en los hechos la más preciada calidad de “ciudadano”.

Y ahí es donde se atoró todo el año pasado la discusión sobre la llamada “reforma migratoria”, en la discusión del tal “camino a la ciudadanía” para los hoy inmigrantes indocumentados. La traducción política de la demanda era “derecho a votar” una vez que fueran legalizados, por la segunda obviedad de que dos de cada tres votarían, como las estadísticas lo demuestran, por el Partido Demócrata.

 

Unos sí, otros no

Desde hace años, Jesús Manuel Valenzuela Rodríguez, de 60 años, ha peleado por su derecho a demostrar que sí es ciudadano. Seguridad Nacional lo descalificó, pero la corte en Colorado lo reafirmó. Hijo de una estadounidense, votante en las elecciones presidenciales, juez en un caso legal en su estado, fue amenazado con la deportación por delitos menores en su pasado, a pesar de haber servido en el ejército estadounidense. Con su hermano, dirige la lucha contra la deportación de veteranos del ejército.

Nicolasa Velásquez, en San Antonio, levantó la mano de su hermano con discapacidades, Antonio, para que jurara en su ceremonia de naturalización. Como su guardián legal, ella hizo los trámites de ciudadanía para su hermano aunque ella no tiene papeles. Son indígenas maya, parte de los escapados de la guerra civil de Guatemala. A Antonio le dieron asilo pero no al resto de la familia, solamente una residencia temporal para cuidar al hermano, accidentado en el trabajo, que ya venció. Lo hicieron ciudadano para que pueda viajar a Guatemala y ver a sus padres y poder volver a Estados Unidos. De otra forma, parapléjico y sin ingresos, podría descalificarse su residencia. En resumen, una inmigrante indocumentada tomó protesta, de viva voz, para la ciudadanía de su hermano.

Estos días en Chicago, se discute la posibilidad de candidatos socialistas en la próxima elección del Ayuntamiento, y la participación en las elecciones escolares locales, en las que todo el mundo puede votar, con o sin ciudadanía, con o sin papeles. Así era en Nueva York hasta que se eliminaron los Consejos Escolares, pero hace apenas seis meses se propuso en aquella ciudad que los residentes legales voten, unos 800 mil en total, siguiendo el ejemplo de seis municipios en Maryland que permiten votar a estos no-ciudadanos. A cambio, no solamente los presos en las cárceles, sino todos los enjuiciados por delitos de posesión ilegal de drogas en Nueva York, no pueden votar.

 

Y vuelve la burra al trigo

Curiosamente, el Presidente de la Cámara Baja, John Boehner, no rechazó de entrada la ciudadanía para los hoy indocumentados, sino que dejó abierta la posibilidad de obtenerla “por los medios legales actuales”, o sea casándose con un ciudadano(a), o por medio de visas de trabajo. Más curiosamente aún, tanto Barack Obama como el congresista Luis Gutiérrez aceptan inmediatamente quitar la ciudadanía como requisito indispensable para la legalización.

El problema de la inmigración, digo yo, no consiste en la obtención de la ciudadanía. Poco menos de la mitad (46 por ciento) de los inmigrantes que legalizaron su estatus migratorio en la famosa Amnistía de la década de 1980, no se hicieron nunca ciudadanos, pese a tener ese derecho. Muchos han pagado las consecuencias de no hacerlo, porque sus trámites para traer familiares caen en categorías menores, con restricción al número de visas anuales por país, y se alargan por décadas. Otros perdieron su residencia por ausentarse del país por largas temporadas, sin pensar que “residente” significa vivir en algún lugar, no en el país de junto. Otros más, a punto de jubilarse ahora, encuentran que sus pensiones no pueden ser enviadas a otro país excepto si son ciudadanos. Y ninguno de los que se naturalizaron, por supuesto, ejerció el voto.

Pero, en general, no tener la ciudadanía no les impidió vivir y trabajar en Estados Unidos.

Ganaron salarios más bajos, es cierto, pero no por su estatus ciudadano sino por razones de nivel educativo. Para el caso, las mujeres en Estados Unidos ganan, generalmente hablando, solamente 77 centavos por cada dólar que ganan los hombres. La solución para ellas y los inmigrantes no es de ciudadanía ni de votos, sino de igualdad en el empleo. Para ganar bien, hay que ser hombre blanco y punto.

En la batalla de las encuestas, una afirma en noviembre que “más del 60 por ciento de los estadounidenses apoyan el camino a la ciudadanía”. Es parte de la batalla por imponer ese componente en la “reforma migratoria”. Al mes, una segunda encuesta dice que al 55 por ciento de los latinos esta opción les tiene sin cuidado, y que “tener la posibilidad de vivir/trabajar en Estos Unidos sin miedo a la deportación” es más importante. Poquito menos, un 49 por ciento de asiáticos opinan lo mismo. Entre las dos poblaciones, componen la absoluta mayoría de los indocumentados.

Si la política se hiciera siguiendo las encuestas, el problema migratorio estaría resuelto. Un 60 por ciento de los ciudadanos no tendría problema para votar por el Partido Republicano aunque apoye la ciudadanía, y se podría aprobar una propuesta de legalización sin ciudadanía porque los afectados dicen que no es su primera prioridad.

El problema son los “líderes” del movimiento migratorio. Anticipándose por tres días a los republicanos, anuncian sus propios “principios” e insisten en el “camino a la ciudadanía”.

La última batalla vendrá en el verano, una vez pasadas las elecciones primarias y antes de las elecciones generales. Para entonces, los políticos sabrán si ganan o pierden, y si deben preocuparse o no por el tema.

Porque eso sí, si para los inmigrantes la ciudadanía no es lo más importante del mundo, sí lo es para los políticos, los encargados de decidir por las vidas de todos, ciudadanos o no.

Jorge Mújica Murias. Periodista y activista. Vive en Pilsen, Chicago.

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