Travis en Pilsen

Travis en Pilsen

Falleció el actor Harry Dean Stanton el pasado viernes; quizá su mejor papel haya sido Travis en la película Paris, Texas, del director Alemán Wim Wenders. Raúl Dorantes recuerda a este personaje en su novela De zorros y erizos. Como homenaje al hombre que dio vida a Travis, reproducimos el capítulo V de dicha novela.

V

Travis se estaría echando a la boca un pedazo de hielo y un segundo más tarde lo fulminaría un desmayo pospuesto en las rocas del desierto. Desde su cama, Mauricio seguía el desplome de Travis mientras jugueteaba con mi cabello. En la penumbra del basement sobró tiempo para revisar el fólder. Eran 12 o 13 ensayos. Leería los de Jeff Jordan y Agnes Heller, sin duda les faltaba trabajo, concisión.

            Cuando Travis pronunció por fin un par de palabras, Paris, Texas; not Paris, France, eran las 12:30 hora de Chicago. En la duermevela, y sin dejar de hacer remolinos de pelo hirsuto, Mauricio fue enumerando lo de sus clases: tomar la Línea Roja, bajarse en la estación Wilson, entrar al college por la puerta oeste, recibir de su amiga Lynn la lista de asistencia en el corredor del fondo, Room 3140, sólo el estudiante Jeff era problemático, en cambio Bob, a pesar de ser marine, era un verdadero encanto.

Lástima que se quedó dormido, nadie como Mauricio para ir comentando las películas. Volví a mirar la biblioteca y más allá la colección de acaso 30 ejemplares de Victoria’s Secret. Ah, la ocurrencia de que frente a esos maniquíes Mauricio no sólo reflexionara sobre las dimensiones del cuerpo humano o la belleza caucasiana. Era como si las publicaciones se pasaran la estafeta: seguramente en décadas pasadas otros Mauricios se habrán masturbado con las mujeres polinesias que aparecían semi desnudas en el National Geographic.

Encendí una lámpara y empecé a leer los ensayos en un espacio como de caja fuerte. De entrada eliminé dos. Tendido sobre el tapete, entre dolores y dichas, anotaría a manera de glosa la frase más recurrente del pintor, ésta no explota, ñero, así me había dicho varias veces refiriéndose a la mesera. A cambio, ella no le servía café ni le llevaba jamás la cuenta. Una segunda frase era la de los numeritos del Lotto.

Casi a la una de la mañana había terminado de revisar los 12 ensayos. Se salvarían únicamente seis; los otros había que desecharlos por la falta de chispa y emoción, no por las fallas en la sintaxis. Entraban el de un tal Callahan, el de Bob y, por supuesto, el de Agnes y su frío. Pondría en pause la película cuando Travis estaba en Houston a punto de detener el avión. Sería justo antes del despegue y con la voz en off decía: no me da miedo volar sino caer. Travis no quiso sentir —como yo ahora— el arrullo de las turbinas ni experimentar esta quietud que raspa los 30,200 pies; Travis tampoco quiso viajar del pasado al futuro ni del futuro al pasado —como yo ahora—, del mañana al ayer, todo en un semicírculo y dando tumbos. Travis simplemente no permitió el vuelo del avión.

El hermano de Travis creía que los hombres en algún momento tienen que dormir. Travis, en cambio, prefería lavar los trastes, bolear zapatos o mirar los aviones desde abajo. Esa noche yo debía pegar pestañas, levantarme a las 4:30, ir a mi casa, bañarme, luego caminar deprisa hasta el Titos. Los párpados eran de estuco; el cuerpo, un saco de frijol. En una esquina del basement encontraría un despertador análogo con dos campanillas en la cubierta. No servía: nada de tic, nada de toc. Descobijado y sobre una manta, Mauricio se había dormido con los lentes puestos dando la impresión de ser un saltamontes a la luz de la luna. Para estar enfermo, dormía muy bien, acaso por el efecto de la pastilla que él mismo había llamado, con cierto cariño, Xanax, un palíndromo, bróder, más elegante que seres o anilina. Y volvió a mí la frase de que enamorarse era andar distraído. Yo estaba dispuesto a vivir la distracción con la gringa del borreguito: iría a su casa la tarde siguiente, le llevaría pollo empanizado y arrullaría a su bebé. ¿Que buscaba a mi madre en sus senos maternales? Posiblemente.  

 Son senos maternales los que mira Antonio desde su asiento. Toma una revista, la hojea con desgana y la regresa al canguro del respaldo de enfrente. Maternales son los senos de la chica del 17B, el botón superior de su blusa con cierta tensión, la apertura entre un botón y otro, la redondez que tira de los ojos de Antonio. Cuánto daría él por ocupar uno de los asientos vecinos, el 17A o el 17C, pasajeros que ya duermen y resuellan en la penumbra. ¿Y por qué no llenar un crucigrama? Al igual que yo, Antonio se resigna y a través de la ventanilla sigue el vuelo paralelo de una nube, es el mismo gusano de vapor que ha acompañado al avión desde Chicago. Salgo y la miro más de cerca, sí, una nube lombriz, una nube serpentina en medio de la noche. Mejor es retornar a mi envoltura de satín, no sin antes mirar la hora. 

En el cuarto de Mauricio también miré el reloj y la papaya sobre la mesa. Las paredes parecían haberse alargado en la intimidad del sueño. Todo era sepia, el ruido de una respiración. Otra vez aquel reloj: las 4:40: cinco horas en la realidad de unos obeliscos de granito y la estatua de una niña, apenas 60 minutos en la realidad del basement. La videocasetera aún con los puntitos rojos, en la pantalla aún inmóvil la última imagen de París, Texas, y como sin querer pensaría en Travis, en su búsqueda del origen y del cruce de los caminos. Tenía que ir a mi casa, bañarme, recoger el delantal.

 

Raúl Dorantes. Llegó a Chicago a finales de 1986. Desde 1992 se ha dedicado a la publicación de revistas culturales: Fe de erratas, Zorros y erizos, Tropel, Contratiempo El BeiSMan. En la actualidad es director del Colectivo El Pozo y es autor de la novela De zorros y erizos.  Ars Communis Editorial publicó su colección de cuentos Bidrioz y recientemente publicó su segunda novela: El blues de Roma.