Tenga para que se entretenga

Tenga para que se entretenga

Labyrinthe, la vie, labyrinthe la mort
Labyrinthe sans fin, dit le Maître de Ho
—Henri Michaux

 No me lo van a creer, dirán que soy tonto, pero de chico mis ilusiones eran volar, hacerme invisible y ver películas en mi casa. Me dio hepatitis, perdí dos años de escuela y para llenar el tiempo empecé a leer. En la tienda de Fortunata alquilaba revistas horas y horas. Luego me dijeron que en la biblioteca podía leer gratis lo que quisiera; bueno, no todo lo que yo quería: no tenían Los supersabios ni Memín Pinguín y mucho menos Chanoc, pero podía sacar Mecánica popular, Selecciones, enciclopedias con fotos a colores y hasta novelas de Alejandro Dumas y Julio Verne. Lo que ahorraba en el alquiler de paquines me servía para los dulces.

Me recuperé, volví a la escuela, empecé a jugar futbol de nuevo, a ir a posadas, fiestas, matinés, conciertos, tardeadas y bailes, sin embargo nunca abandoné la biblioteca. Jamás me dieron las llaves del local, pero era lo único que faltaba. Cuando Ana Luisa, la encargada, se iba a comer o a platicar con algún pretendiente, yo atendía a los usuarios. Ella siempre salía con un galán nuevo; conmigo nunca quiso nada, que porque estaba muy chico.

Yo estaba nada más de paso ese día, iba temprano a ver a una novia y decidí pasar por la biblioteca. Le conté mi plan a Ana Luisa. Ella sonrió, me dijo que acababa de llegar el cargamento de libros y que necesitaba ayuda, un ratito nada más, después de cerrar. Contesté que no podía y me fui al parque, donde vi a Olga, sentada en un tronco vencido, inmóvil, esperando, esperando.

Regresé con la bibliotecaria. Ana Luisa me explicó que había llegado un libro de José Emilio Pacheco, El principio del placer, le habían dicho que estaba muy bueno, me lo iba a prestar primero que a nadie, pero tenía que ayudarla a acomodar los volúmenes nuevos. Fuimos a la estantería donde finalmente me enseñó el sistema Dewey.

Después me siguió tratando como antes. Decidí no regresar, tampoco le devolví el libro. Le hice unos versos, tan malos que preferí romperlos.

Hoy me contaron lo que pasó. Vine a pie hasta la casa, con ganas de llorar pero aguantándome, con deseos de mandar todo a la chingada.

 

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Jorge Hernández. México, 1963. Desde 1988 reside en Estados Unidos.

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