Teatro migrante y el salto del Jaguar

Teatro migrante y el salto del Jaguar

¿En qué momento se halla el teatro en español en Chicago? Esa es la pregunta con que se anunció uno de los paneles de la Tercera Feria del Libro. La respuesta es simple: en buen momento. Hay una decena de compañías que van del teatro costumbrista a lo que podría acercarse al contemporáneo o vanguardista. Y si hace diez años sólo una compañía contaba con un teatro propio, hoy también cuentan con su espacio Repertorio Latino, Grin Light y Tariákuri. El cuentista guatemalteco Augusto Monterroso dijo que siempre hay que agradecer a los que llegaron primero. Y antes de nosotros, en los años setenta, hubo compañías de teatro chicano, boricua, proletario, campesino, etc. Ellos nos trajeron el mito de Aztlán y la rebeldía taína. Así pusieron las primeras piedras. Se puede decir que el teatro es un fin en sí mismo. En mi caso ha sido más un medio, de la misma manera que en los años noventa fueron un medio el producir revistas, escribir ficción o participar en talleres de lectura. Y paso a explicarme. En el verano del 92 me asaltó con furia el ¿quién soy? Acababa de estar en México, de visita, y algo ya no encajaba. Seguía queriendo a mis hermanos, padres y amigos, pero algo se había movido. Parafraseando a Neruda: Nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismos. Para hablar de mi identidad latinoamericana, contaba con las novelas del Boom, la poesía de Vallejo, de Martí, Las venas abiertas de América Latina. También tenía referentes para responder en qué consistía mi identidad mexicana: Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska… Pero no encontré referentes para responder a esa pregunta desde mi identidad inmigrante. Frente a esa identidad sólo había un vacío incómodo, algo parecido al desamparo. El primer dios de los olmecas fue el Jaguar, y mi jaguar lo sentía lejos. A mediados de los noventa, la migración latinoamericana en Chicago era un grupo vasto de hombres y mujeres que en principio no habían querido abandonar la ranchería o el pueblo. Su querencia era la que dejaban, no a la que llegaban. Esa experiencia migratoria sólo se explicaba, y se sigue explicando, desde dos frentes: los números y las reivindicaciones políticas. ¿Cuántos inmigrantes cruzan cada año?, ¿cuántos son deportados?, ¿cuál es el monto de las remesas? Y si hablamos de las reivindicaciones, basta citar la amnistía para los indocumentados y la no separación de las familias. Varios de los que publicábamos Fe de erratas nos dimos cuenta que había otros ríos por explorar y que la literatura era el medio idóneo. Uno de esos ríos era el hecho de que los inmigrantes latinoamericanos en Chicago ya rebasábamos el millón y de que teníamos iglesias, negocios, clubes de futbol, representantes en el Congreso, pero no teníamos un sólo cementerio. Era como si estuviésemos aquí para establecer las cosas de la vida, pero no las de la muerte. Era como si el imaginario nos ayudase sólo en nuestro paso por la tierra y no en la trascendencia. Ya pasaron 25 años de la publicación del último Fe de erratas, ya rebasamos los dos millones y seguimos sin fundar un cementerio. Traer el Jaguar, sacarlo de nuestras tripas, que ruja en las planicies del Midwest, y nos devore hasta volvernos a sus entrañas. Como el río de la muerte, había otros ríos profundos que demandaban nuestra atención: la idea del regreso, el cumplir con “nuestro papel de gente trabajadora y dócil”, las relaciones con esas otredades que encontramos en el trabajo y en la calle. Hoy, con el declive del modelo económico, habría que agregar otro tema: el fin de la migración latinoamericana. Acaso pronto salte el Jaguar, y junto con ese dios felino vengan Viracocha y la Virgen y Yemayá. De la docena de mis amigos escritores, sólo dos compartían el interés por profundizar en estos temas: Franky Piña y Febronio Zatarain. Las conversaciones con Febronio nos llevaron a la escritura de una serie de crónicas y ensayos, en mancuerna, a lo largo de ocho años. Vayamos al 2011. Más que en la novela y el cuento, encontramos en el teatro un medio para compartir estas inquietudes. En la segunda producción del Pozo, llamada De camino al Ahorita, comprendimos que dichas inquietudes no eran sólo de tres o cuatro gatos. Eran de una comunidad. Pues la asistencia rebasó las 600 personas. Desde ese 2011, cada producción ha seguido manejando la inmigración como temática y como contexto, y cada producción ha contado con un público amplio. La propuesta de Colectivo el Pozo ha sido un cordón de tres cabos: la migración, el comentario politico y la experiencia de la nada. No es una propuesta que hayamos buscado. Como el tigre que abre la maleza con sus pasos, así nos fue llegando. Nuestro objetivo en El Pozo ha sido la comunión. Hay comunión cuando los actores, la parte técnica y el público comparten la risa o un sentimiento triste. Pero hay una comunión mayor en los momentos de silencio colectivo. Cuando el tiempo queda suspendido y nos fugamos al centro de la historia. Ahí borramos nuestra individualidad y nos volvemos uno. Además se ha logrado tener una dirección colectiva. Esto es algo que se puede alcanzar si hay química entre los que integran el elenco y la parte técnica. Hay ratos de caos, es cierto, pero cuando nos rendimos ante la obra surge una voz con la respuesta. A veces los amigos nos sugieren que ya estuvo bueno con el tema de los inmigrantes, que ya cambiemos de canal. Por el contrario, este viaje apenas comienza. El Jaguar está al acecho, esperando. ¿Quiénes van a explorar con plenitud estas temáticas y estos contextos? Sospecho que eso le corresponderá a los hijos de ese pueblo que llegó desde el Anáhuac y el lejano Tahuantinsuyo. Seguramente los hijos abrirán los brazos para recibir el salto del Jaguar.