MANIFIESTO FUTBOLERO: HACIA LA BÚSQUEDA DE NUESTRAS PRECURSORAS

MANIFIESTO FUTBOLERO: HACIA LA BÚSQUEDA DE NUESTRAS PRECURSORAS

 

Pensábamos que no teníamos precursoras, que estábamos solas, que nunca había habido lesbianas, disidentes sexuales y políticas, guerrilleras, poetas, activistas, comunistas, socialistas, marxistas. Que habíamos nacido solas y moriríamos solas. Que el único tema posible en la literatura era la vida de los hombres y de los mártires. Que las mujeres sólo recibían atención si eran Santa Ágata a la que le cortaron los pechos o Santa Lucía a la que le sacaron los ojos. Quisimos hacer la revolución, cortarle la cabeza a Luis Dieciséis o a San Juan el bautista para dejar ácefalo al Estado mexicano que sexualizaba y mutilaba nuestros cuerpos. Nos sentíamos solas en nuestra lucha porque no nos teníamos ni siquiera a nosotras mismas. Nos habían despojado de nuestros cuerpos, nuestra historia, nuestra voluntad de salir a la calle a medianoche para gozar, porque hasta el placer nos prohibieron. En las mujeres estaba bien visto el llanto, el autosabotaje, el martirio, el pancho, el berrinche, la destrucción por amor, el suicidio, la depresión permanente: la enfermedad de las mujeres. En un mundo que nos había sido violentamente expropiado, tuvimos que encontrar otros caminos para liberar nuestro espíritu, cuando tantas trabas le habían puesto a nuestro cuerpo. Nos hicimos escritoras, filósofas, traductoras, compositoras, sociólogas, antropólogas, escultoras, historiadoras, pensadoras, activistas, gestoras culturales, luchadoras por los derechos humanos. Porque era un mundo tan destructivo que sentíamos la responsabilidad de construir un futuro sobre las ruinas de mundo que nos habían dejado. No había otra opción. Vivir y ayudar a vivir o dejarnos morir, dejarnos matar. 

Esa era la moral de la depresión. Pero no nos íbamos a dejar hundir, no nos íbamos a dejar apagar como una vela que nació para ser sofocada. No iban a sofocar la rebelión, la que surgió en nosotros cuando nuestros padres, maestros, compañeros y compañeras querían controlar nuestro cuerpo, y nos decían que cerráramos las piernas cuando nos sentábamos sobre las escaleras de la escuela primaria, pero a la vez nos obligaban a usar falda en el uniforme de todos los días. Nuestro cuerpo, aún de niñas, era provocador y obsceno, estaba prohibido, era un insulto andando. Recuerdo bien mi rabia, mi rabia de niña impotente contra la directora que no me dejaba jugar futbol con los niños porque traía falda, contra la maestra que me trataba de bajar de los árboles del patio de la escuela porque se me veían las piernas, los calzones. Recuerdo mi rabia más tarde cuando algún hombre se refería a mí como una falda o un culo. Mi ser entero reducido a una prenda de ropa, a una parte de mi cuerpo con la que ni siquiera pensaba. Cuando dejé de usar falda en la escuela se me había quitado las ganas de subir árboles, cerros, escaleras. No volví a usar un vestido hasta que tuve ganas de subir hombres. A cuántas de nosotras nos cerraron el cuerpo cuando quisimos abrirlo. Cuántas de nosotras dejamos de usar vestidos por el griterío que se armaba cuando pásabamos de jóvenes por la calle, como si fuéramos una amenaza al estado o a nosotras mismas: nuestro erotismo encapsulado por los que querían arrancárnoslo por la fuerza. Nuestro cuerpo odiado, nuestro cuerpo escupido. Terrorismo de estado, eso es lo que era el acoso callejero, un eufemismo ridículo que ocultaba su carácter de amenaza burlona a nuestra vida, un gesto de total desprecio. Ahora sabemos reconocerlo por lo que es.  

Pero en ese entonces ni siquiera nuestros padres se daban cuenta. Alguien les había metido la cabeza de que era nuestra culpa por vestirnos con el mismo uniforme que nos habían asignado en la primaria. Ellos nos lo pusieron, ellos nos lo arrancaron. Por más que yo abogué por el establecimiento obligatorio del pantalón en la escuela primaria, me vestí con el uniforme de deportes los días en que tocaban honores a la bandera, organicé comités de lucha y a favor de los derechos de las niñas, hablé con la junta de padres, el comité ejecutivo, la dirección de la escuela primaria Adolfo López Mateos —ex presidente de la nación— no me hicieron caso. Me dijeron que estaba muy chiquita para andar organizando coaliciones interescolares y políticas, que además era mujer y mi lugar estaba en última fila. Que yo no podía encabezar ningún comité de lucha, liderear el himno nacional, hacerle honores a una bandera que no me representaba, y que iban a llamar a mis papás por andar organizando la grilla. Que además mi proyecto era ridículo porque ninguna niña iba a querer usar pantalones, que la falda era la tecnología más sofisticada para oprimir a una mujer, para obligarla a enseñar sus piernas a una bola de violadores potenciales y pedófilos de clóset que se hacían pasar por profesores.  

Tuve que esperarme hasta la prepa a que el uniforme dejara de ser obligatorio, ya cuando finalmente me habían convencido de que a todos ellos les importaban más mis piernas que mis ideas. Entonces usé mis piernas. Me subí a la cancha. La verdad es que en ese entonces todavía quería ser hombre. Jugaba fútbol en la escuela cada vez que no llegaban los profesores a dar clase al famosísimo CCH Azcapotzalco, en donde había más porros que profesores. Me juntaba con los más fuertes, los más ágiles, los más rápidos jugadores. Logré que me respetaran, al menos hasta el siguiente partido. Nunca llegamos a hablar dentro de la cancha, todo eran gritos y señas de ¡pásamela!, ¡aquí!, ¡aquí!, ¿qué no me ves?, ¿que soy pinche invisible o qué? Yo sabía que ahí, mi palabra valía poco. Para ellos al menos, mi poder residía en mis piernas: no por su poder sexual sino por mi capacidad de golpear el balón tan lejos como ellos, por mi capacidad para escurrirme entre las piernas de mis contrincantes, meter el balón entre sus piernas, meterles gol. Casi no me pasaban el balón, hice lo que pude con lo que me dieron, con el espacio que me dejaron usar para mí misma. Con las sobras del partido. Pero jugué en una cancha llena de hombres que me doblaban la fuerza, nos fuimos a cuartos de final en la copa Cocacola. Lo que importaba no era la victoria, sino dar la lucha. O como decía una querida amiga, la victoria está en dar la batalla, impresionar a los que decían que el fútbol era una cosa de hombres. No había mayor placer para mí en ese tiempo que callarles la boca, abrirles las patas.

 

Highland Park, New Jersey, a 20 de diciembre de 2020

Violeta Orozco , escritora futbolera