Los territorios de Primo Mendoza

Los territorios de Primo Mendoza

Nunca había salido de mi pueblo natal hasta que mi familia emigró a San José, California. La Ciudad de México fue la primera parada de una travesía de 2 200 millas. Mientras esperamos nuestras micas —la codiciada tarjeta verde de residencia estadounidense—, la familia visitó el mercado de la Merced, Avenida Reforma, San Juan de Letrán y otros sitios populares de la ciudad. Fuimos al Tepeyac a recibir “la bendición” de Nuestra Señora de Guadalupe; ahí mismo nos tomamos nuestra primera foto familiar. Durante esa semana nos alojamos con unos parientes: la familia Sánchez, quienes vivían en un departamento de un solo cuarto en un viejo edificio multifamiliar de la colonia Guerrero.

El paso por la Ciudad de México me dejó una impresión imborrable, niño de cinco años que sintió miedo, ansiedad, emoción y curiosidad en su primer encuentro con un mundo muy diferente al que hasta entonces había conocido: Tlalpujahua. Desde la perspectiva histórica, era un pueblo pequeño en Michoacán varado en la premodernidad. Una partera había asistido a mi madre con el nacimiento de todos mis hermanos en una sosegada casa de adobe sin electricidad, agua potable ni baño. En cambio, la Ciudad de México era ruidosa, se sentía inmensa con miles y miles de peatones, tráfico, rascacielos, cines, tiendas deparmentales y los estilos de ropa al último grito de la moda recién desempacada de Estados Unidos.

Durante la siguiente década, mi familia regresó a Tlalpujahua cada Navidad y siempre tomamos un descanso en la Ciudad de México. Parábamos por un par de días a visitar a “los Sánchez” (mi hermana Magdalena, la más perspicaz de la familia, los llamaba “los hijos de Sánchez”. En ese entonces creía que los nombraba así porque el padre de mis primos los había abandonado y el apellido era el único patrimonio que les había dejado). Para ese entonces, yo ya estaba más familiarizado con la modernidad, pero esa sensación de mi primera visita siempre retornó. Ya no nos provocaba la “hermosa” modernidad de la Ciudad de México, sino la “fealdad” de la colonia Guerrero: los viejos edificios dilapidados, el hacinamiento en los departamentos de un cuarto, los excusados colectivos, el mercado, las pulquerías, los teporochos y los jóvenes reunidos en la puerta de los edificios, y —lo más interesante para mí— el lenguaje y la sonoridad de las calles. Recuerdo vívidamente la música que escuchaban los vecinos del edificio donde vivían mis primos mientras se preparaban para la posada. A menudo, se escuchaba en el tocadiscos “Amarga Navidad” de José Alfredo Jiménez y la cumbia “Yo no olvido el año viejo”. Asimismo, me volví más consciente de que la colonia Guerrero era un barrio bravo, de esos por los que no puedes andar libremente si no vas acompañado de un lugareño. Mi mapa mental de la Guerrero se amplió cuando mis primos nos llevaron a caminar al tianguis de Tepito y a las luchas en la Arena Coliseo. (El Dr. Wagner, rudo, era mi luchador favorito.) En un par de ocasiones, mis primos nos llevaron a visitar parientes a La Aurora, inmensa colonia ubicada en Ciudad Nezahualcóyotl, fundada sobre un grupúsculo de* ciudades perdidas,* otro nombre para denominar los barrios bravos donde los inmigrantes se establecieron en las décadas de 1950 y 1960.

Cuando cumplí 15 años, mi familia dejó de visitar México; sin embargo, yo regresé regularmente a visitar a la familia, asistir a conferencias y a realizar investigación histórica en los archivos de la ciudad. Viví por un año en La Aurora, a pocas cuadras del Toreo y el Estadio Neza donde jugaban los Toros Neza. (En ese entonces el equipo de futbol era el orgullo de Neza por los jugadores Antonio Mohamed,

El Pony Ruiz y El Piojo Herrea, entre otros malandros del sóccer mexicano.) A menudo visitaba a “los hijos de Sánchez”, asistía a la lucha libre en la Arena Coliseo, recorría las calles del Centro Histórico y el tianguis de Tepito. Lo que me sedujo de la Ciudad de México es la cultura de la calle, especialmente el rico y poético lenguaje cotidiano. Como fuereño, considero este uso único del español como una lengua extranjera que tomaría años aprender porque siempre está en constante evolución, agregando incesantemente docenas de palabras.

Óscar Lewis, el reconocido antropólogo de la Universidad de Illinois, volvió famoso a Tepito fuera de México por sus reveladores libros: Five Families (1959) y The Children of Sanchez (1961). En Five Families, Lewis señala que no se había realizado una investigación académica sobre las colonias populares de México y el poco trabajo que se había llevado a cabo fue a través de novelas. Hasta ese momento, no se habían escrito muchas novelas cuyo eje girase en torno a los barrios pobres. Lewis dedicó años al trabajo etnográfico sobre la ecología social de Tepito, registrando la vida diaria del barrio, la organización social, la dinámica de la familia y el paisaje. Vale la pena subrayar que Lewis aportó ideas meritorias sobre la vida y la cultura de los pobres urbanos de las décadas de 1950 y 1960. Pocos sociólogos y antropólogos mexicanos de ese tiempo se aventuraron a estudiar la pobreza urbana. (Mi hermana, Magdalena, capturó la importancia de la obra de Lewis al relacionarlo con mi familia: “los hijos de Sánchez de la Guerrero”.) Una debilidad de la obra de Lewis fue su fracaso para capturar el rico lenguaje de Tepito y de los barrios vecinos. Claro, no se le puede culpar por ello. Era un outsider. Creo que ninguna persona ajena a estos barrios, mexicano o extranjero, podría capturar la riqueza poética del lenguaje callejero: del albur al caló. Para los extranjeros —incluyendo a los nativos que hablan español— es un lenguaje foráneo que no se enseña en la escuela y que solamente se aprende al vivir ahí y en convivencia con sus moradores.

Es aquí donde Primo Mendoza Hernández entra al primer plano. Como escritor, Primo no es muy conocido más allá de una docena de escritores del barrio y algunos cientos de lectores. Ignorado por críticos culturales y las grandes casas editoriales, conocí su obra gracias a la escritora de Chicago, Franky Piña, quien me recomendó Territorios y a Lydia González Meza y Gómez Farías, quien realizó una excelente entrevista-artículo con Primo, publicada originalmente en El BeiSMan. El libro de Mendoza, Territorios, es uno de esos libros que he buscado, sin suerte, desde hace mucho tiempo. No conozco a otro autor que capture mejor la cultura de las calles y el lenguaje callejero que Primo Mendoza.

Ha vivido en Tepito y Ciudad Nezahualcóyotl. Es un insider. Autodidacta, exploró la escritura creativa en los talleres escriturales que florecieron en la década de 1980 con el colectivo Tepito Arte Acá. Territorios, compilación de cuentos y viñetas, es un libro complejo, que requiere varias lecturas. Mendoza nos lleva a un mundo cuyo lenguaje resultará desconocido para no pocos lectores. A pesar de la complejidad del lenguaje, Territorios me ayudó a comprender mejor la seducción que me hizo sentir la colonia Guerrero, Tepito, Neza y mi fascinación con la cultura callejera de México.

Los cuentos tienen que ver con barrios que no están necesariamente relacionados con el mundo que el lector pueda asumir. Estos barrios han sido conformados por su ecología social, tradiciones locales e influencias externas. El hacinamiento en las viviendas arroja a los residentes a las calles, donde muchos se ganan la vida en actividades comerciales, lícitas e ilícitas. La sobrevivencia de cada día es el nombre del juego y los cuentos y viñetas de Territorios retratan ese mundo.

Hay tres temas que sobresalen en Territorios: pertenencia, memoria y partida en dos formas: muerte prematura y la de aquellos que emigran a otros destinos, como Tijuana y Estados Unidos. Pertenecer implica vivir ahí y ser reconocido por un apodo —El Borrego, Pepino, El Jamás, El Pocholo, El Guerrero, El Wara, La Coy— en lugar del nombre de pila. Significa hablar y vivir la lengua que florece en las calles. Familiarizarse con los nombres de los lugares que anhelan o han habitado: Minezota, Nezayork y El Gabacho, en lugar del norte. Pertenecer implica aprender, improvisar y digerir palabras nuevas que cada día se van sumando al léxico del barrio; también implica el encuentro entre los barrios y el mundo exterior. En este ir y venir de los tepiteños e inmigrantes, el caló chicano ha influenciado el lenguaje de estos barrios, por ejemplo: chale, chante, bato, simón, entre muchas otras palabras. Así como apropiarse de frases básicas del inglés que los inmigrantes mexicanos emplean: game over, teikidisi (take it easy), guivmi (Give me), gud morning.

Los territorios de Primo Mendoza Hernández no tienen fronteras y esta nueva edición del libro ha renacido en Chicago para hermanarse con las experiencias de los migrantes que viven marginalizados en sus barrios y cuyo lenguaje también se encuentra en constante transformación. La obra de Primo no se puede reducir tan sólo al registro del habla y expresiones populares de un barrio. Las tramas que hilvana tocan hondamente la condición humana y como buen orfebre de la lengua su propuesta literaria está a la altura de los grandes escritores de la lengua.