Lluvia

Lluvia

 

Patricio me invitó a la presentación de un poemario. Con solo ver la portada del libro ya tengo idea de qué se trata: tengo un amor no correspondido y todo, todo, todo lo que me rodea me recuerda esta pasión que no se apaga y, en pocas palabras, “la vida no vale nada”. No tengo ganas de ir a escuchar historias de amores estrellados. Además, me tengo que levantar, bañar, vestir, peinar, maquillar, subirme al coche, manejar y, lo peor de todo, convivir. No tengo ganas de platicar con nadie. Lo único que quiero es quedarme en cama, leer, dormir, leer, dormir, leer, dormir… hasta que deje de llover o suene la alarma sísmica.

Creo que Cande está preocupada por mí. Será porque llevo días leyendo los cuentos de Lovecraft y viendo películas de terror. Recuerdo la primera película de terror para adultos que vi. Estaba en la secundaria y fui con mis amigas a ver El resplandor. No sé qué me asustó más, la cara de desquiciada de Shelly Duvall o la vieja encuerada emergiendo de la tina. ¡Primera vez que veía un desnudo en pantalla! ¡Qué vergüenza me dio! Porque para rematar, todas traíamos puesto el uniforme del colegio. Ahí estábamos las cinco pubertas sentadas con la faldita de pliegues, la blusa blanca y el suetercito rojo con el escudote bordado del lado izquierdo desplegando orgullosamente el nombre completo de la respetada institución. Si las monjas nos hubieran visto, todavía estaríamos hincadas en la oficina de la Sister Concepta rezando por el perdón de nuestros pecados y del mundo.

Cande insiste en abrir las cortinas y yo le digo que no. ¿Para qué, si todavía está lloviendo? Lo peor es que con la lluvia viene el frío y la piyama no es suficiente. Entonces mejor me quedo en mi cama. Tengo todo lo que necesito: mis libros de Lovecraft, Netflix y pan dulce que me trajo Malena. No entiendo por qué Malena me trajo a su enemigo número uno. Ella es “antipan”. A nadie he visto rechazar más cuernos, conchas, orejas y campechanas en desayunos que a Malena. Su rechazo es tan hostil que a veces siento que el enorme crucifijo que trae colgado es un arma para espantarlo. El pan es su Nosferatu. Quería verme, pero no estoy de humor para recibir visitas, además, no me he bañado y me da pena hacerla esperar. Está lloviendo. No entiendo porqué la gente insiste en salir a la calle con estos aguaceros. Ya le dije a Cande que no quiero recibir visitas y que no estoy para nadie, con excepción de mis hijos, tal vez. 

Cien veces podría ver El silencio de los inocentes y a Clarisse Starling repitiendo el nombre del Doctor Lecter en el teléfono, mientras éste se dispone a merendarse al idiota de Chilton en una isla del Caribe. No tengo hambre. Cande me hizo un caldo de pollo porque insiste en que estoy enferma. Ya le dije que no estoy enferma. Es esta lluvia y el pinche frío que me cala en los huesos. No sé qué tanto le puso al caldo, pero nada sabe mejor que un caldo de pollo con lealtad. La lealtad: el premio gordo de la lotería de los sentimientos. Tengo mucho sueño, pero no son ni las seis de la tarde. Me voy a dormir otro rato, a ver si cuando despierte ya dejó de llover.

Cande me despierta jadeando. Es una llamada de Mariana, “de larga distancia”. Abro el ojo poco convencida, me sacude y repite alzando la voz, “¡Larga distancia, señora!”. Cande todavía vive en los noventa, cuando la frase “larga distancia” te hacía correr más rápido que un maratonista etíope. Creo que es su manera de decir que se trata de algo importante. Con la colcha encima y mis Uggs de esquimal, camino hasta la cocina a contestar. Cande mueve las manos tratando de animarme como los hombres que dirigen los aviones en los aeropuertos.

Mariana está en Francia. Vive en un pueblo donde hay más vacas que personas y aunque con frecuencia expresa ganas de picarse los ojos del aburrimiento, el exceso de naturaleza la ha acercado a los libros y a forzarse a hablar con su “hermana” francesa. Miente cuando dice que me extraña, pues los jóvenes solo extrañan a sus padres cuando tienen hambre o se les descompone el celular. Confiesa que la tratan muy bien y que sus papás franceses parecen sacados de una revista de rustic chic. Transplantes urbanos de apellido rimbombante con ganas de reducir su huella de carbono en un ambiente bucólico. Never mind que viven en un palacete con dos Land Rover, chofer y ama de llaves. Me pregunta como está todo y le respondo que bien. Insiste con un “¿Segura, mami?” y sospecho que Cande le ha contado que llevo tres días sin salir de mi cuarto. Ahora soy yo la que miente y me despido de ella con el pretexto de que tengo que arreglarme para ir a una cena.

Cande insiste en que mi conducta no es normal. Le aseguro que estoy bien, que no debe preocuparse. Estoy tan cansada después de la mudanza que necesito unos días para relajarme. Eso la tranquiliza, aunque al alejarse alcanzo a escuchar un “la mudanza fue hace tres meses”.

Desde mi nuevo departamento se aprecian los modernos edificios de acero y vidrio de Santa Fe, el centro comercial, y el bullicio de la avenida principal. El departamento es lindo, pero no veo una sola montaña desde aquí. En mi antigua casa tenía un cerro prácticamente en el jardín. Las ramas de un enorme sauce rozaban la ventana de mi recámara y podía ver toda clase de fauna paseándose por ahí. Con frecuencia me despertaba el canto de un pájaro. Aquí lo único que se oye es el ruido constante de los coches y los camiones, y de las sirenas de las patrullas. Los únicos animales que observo son hombres y mujeres caminando de aquí para allá como hormigas. Todavía no logro entender por qué se atraviesan las calles como si fueran de hule… ¡con el puente peatonal a dos metros de distancia! Cuando me asomo a la ventana, en lugar de pájaros, veo atropellados. ¿Quién quiere salir así?

Son las once de la noche y no tengo sueño. Netflix. Basado en mis selecciones anteriores me recomienda La profecía. Tengo años de no verla y supongo que, considerando que es de noche y no tengo a nadie a quien clavarle las uñas, es una buena opción. Ya sé lo que va a pasar. Media hora después le toco la puerta a Cande y le pido que se vaya a dormir conmigo. Me mira con esos ojos negros, somnolientos y, resignada, se levanta de la cama envuelta en la cobija de lana que usa para dormir. Reparo en esto. Cande nunca anda sin suéter; tiene frío desde que la conozco.

Un trueno me despierta y en mi confusión imagino que un Alien está a punto de engullirme. Grito. Segundos después Cande entra al cuarto corriendo. “¡Qué pasa, señora!” Le aseguro que estoy bien e inmediatamente pasa de “modo Ninja” a “modo Cande”. Me pregunta qué quiero de desayunar. Le digo que no tengo hambre y me voltea los ojos, frustrada. “Son las doce del día y ayer no cenó”. Ignoro su regaño mientras camina hacia las ventanas para abrir las cortinas y la detengo con un “¿para qué, si sigue lloviendo?” Finge estar sorda y de un jalón, las abre de par en par. Una luz grisácea se cuela por los vidrios empañados dándole un toque espectral a la alcoba. Cande encoje los hombros, sale y regresa a los cinco minutos con una taza de café y una pieza de pan dulce. Me siento en el sillón envuelta en una colcha, taza de café, campechana y El horror de Dunwich en mano. El frío no se me quita. Quisiera ser tan valiente como Helen Ripley.

Nunca más vuelvo a leer a Edgar Allan Poe. “El cuervo”me ha hecho llorar.

Leer, dormir, ver peli, ir al baño, tomar café, leer, dormir, comer caldo de pollo con verduras y preocupación, ver peli, ir al baño, dormir. Me despiertan los gritos de un hombre anunciando la parada del camión. “¡A Tacubaya!” “¡A Tlanepantla!” Tengo ganas de echarle un cubetazo de agua, pero para qué, si sigue lloviendo. Me vuelvo a dormir.

Otra vez aparece Cande medio infartada por otra larga distancia. Esta vez es Memo chico cumpliendo con su llamada semanal desde la academia en Estados Unidos donde está cursando el año escolar. ¡Magnífica idea de Memo grande de mandar a sus dos hijos al extranjero al mismo tiempo! Hubiera preferido que salieran en años diferentes, pero una oportunidad es una oportunidad. Memo chico, que ya no tiene voz de niño, me dice que está bien y que ha crecido tres centímetros desde que se fue hace dos meses. Se ha hecho de dos amigos: Tom y Narendra, que según él son unos “genios” de la computación. No sé exactamente que quiere decir eso. Solo espero que no termine hackeando el firewall de la academia para acceder a sitios porno. Le hago las advertencias de siempre, responde con monosílabos y nos despedimos.

Regreso a mi cama, alcanzo el celular y lo enciendo. Tengo 162 mensajes en WhatsApp. Ninguno de él. ¿Por qué no lo puedo olvidar? ¡Te odio! Ignoro los 162 mensajes y abro nuestra última conversación, meses atrás. Visto. ¡Me dejó en visto! Me hierve la sangre. Mis dedos pulsan el teclado buscando un pretexto. Un pretexto, el que sea. [C-h-i-n-g-a-s-a-t-u-…. Borrar. Borrar. Borrar.] ¡Jamás! Jamás lo voy a buscar, ni para mentarle la madre. Apago el teléfono. Siento que las lágrimas me suben a los ojos, respiro hondo para detenerlas, pero no puedo, no puedo. En eso entra Cande con una taza de té.

—No llore, señora.

—No estoy llorando.

Coloca la taza de té en mi mesa de noche y agrega:

—Señora, cuando usté va por la leche, yo ya vengo con el queso. Él se lo pierde.

No tiene por qué saber lo que me aflige, pero sabe, y tiene razón. Le doy un trago al té. Sabe a flor, a piña, a hierba, a coco, a playa, a ola. Sabe a porra.

Cande ha decidido pedir refuerzos. Abro los ojos y el rostro de mi madre, casi pegado al mío, me observa con detenimiento. Me asusto al verla tan cerca. Me incorporo en la cama y sin decirme nada, me toma del brazo, me ayuda a levantarme y me conduce al baño. Inútil oponer resistencia.

—¿Qué haces aquí, mamá?

—Hueles a simio y creo que te acabo de ver un piojo.

Automáticamente me llevo las manos a la cabeza y entiendo su broma. Quiero protestar, decirle que está lloviendo, que tengo frío, que me deje quedarme en la cama, pero no tengo ganas, ni fuerza. Ya en el baño, abre la llave de la regadera y mientras el agua se calienta, me toma de los hombros y me pone frente al espejo. Veo su cara tan familiar, tan amada, tan sabia, tan mía. No hay duda de mi estirpe. Tiene 75 años, y aunque se conserva muy bien, el rostro que ven mis ojos es mucho más joven, y mi propio rostro el de una adolescente. Me da un beso en la mejilla y me ayuda a desvestirme. Tienta el agua, la ajusta, y una vez comprobada la temperatura, me da un empujoncito hacia la regadera. Afuera de la regadera, como de ultratumba, escucho sus palabras:

—Estás muy flaca.

¡¿Qué?! ¿Qué dijo? En ese momento volteo para pedirle que me aclare lo que acaba de decir. El vapor ha empañado la puerta de la regadera y al removerlo con la mano mojada, noto que ya no está. Admito que no necesito que me lo diga, los pantalones me cuelgan y ya no lleno los brasieres. Típico. Yo quiero adelgazar las piernas, y el universo me borra las tetas. ¡Por fin! ¡Mi madre ha dicho que estoy flaca!

Dejo que el calor del agua me envuelva y me rindo ante el abrazante chorro de la regadera. Juego con la copiosa espuma que se ha formado en mi cabeza, como cuando era niña. Después de un buen rato, escucho una antigua, pero familiar advertencia: “Te van a salir escamas”.

Aunque el baño me ha caído de perlas y me siento renovada, mi madre me ayuda a vestirme y a peinarme. Siempre ha tenido un gusto impecable. Jeans, cuello de tortuga negro, botines de tacón. Me cepilla el cabello con paciencia y luego Cande se encarga de secármelo. Las dos me miran satisfechas y en ese momento veo a mis dos madres: la original y la suplente. Cada una preocupada a su manera, queriéndome a su manera. Suena el teléfono de la casa y Cande corre a contestar. 

Sentada frente al tocador, veo el reflejo de mi madre en el espejo sosteniendo su característico labial rojo. Parada detrás de mí, lo destapa, se pasa la barrita por el labio inferior, lo junta con el superior, lanza un beso al aire y ¡paf! Acto seguido, me lo ofrece, como si se tratara del arma secreta que va a acabar de una vez por todas con la lluvia que me sigue. Picarona, sonríe y levanta la ceja al decirme en francés, como siempre lo ha hecho desde que soy niña cada vez que me pongo triste: “C’est n’est pas la fin du monde”. Extiende el tubito de punta roja y me dice en secreto: “Chanel Rouge, m’ijita. No falla”.

 

Carolina A. Herrera. Escritora. Su primera novela, #Mujer que piensa (El BeiSMan PrESs), fue publicada en el 2016. Es parte de Ni Barbaras, Ni Malinches, antología de escritoras latinoamericanas en Estados Unidos (Ars Comunis Editorial, 2017). Su historia es parte del Vol. 4 de la serie Today’s Inspired LatinaLife Stories of Success in the Face of Adversity (Mayo 2018). Es miembro del Consejo Editorial de El BeiSMan punto com. Vive en Naperville, Illinois.