Limonaria

Limonaria

Ya volviste, decían sus ojos, como si me hubiera ido un fin de semana. En el desvencijado aeropuerto me recibieron las guitarritas chillonas, los dulces de tamarindo plagados de moscas: chucherías diseñadas para cargar a tierras lejanas el aroma de la nuestra. La gente me sonreía a distancia, tímidadigna. A la una de la tarde deambulaban allí los empleados indispensables para que los aviones no se estrellaran. Resollaban parsimoniosos con las camisas pegadas a la espalda como velas náufragas. Saludé con la mano, hice como que reconocía.  

Pero no todo era igual. El día que me fui el aeropuerto había sido un mercado lleno de seres queridos que me vociferaban sus buenos deseos: los vecinos, los amigos, la directiva del club rotario. La anciana tía Pirri en su silla de ruedas tejía a gancho combinaciones de falda, suéter y gorra en amarillo pollito. ¿Quién se los iba a poner en este calor? Gritaba: Niña, tú. ¡Saluda como la gente!

En aquella triunfal despedida había estado Alonso, mi tío-hermano, con su guitarra y su sonrisa lejana. Mi hermana Luisa. Madre, por supuesto. Guapa, erguidísima, como si llevara una espada pegada al espinazo. Ojos alargados por la tensión del negro moño que le brillaba en la nuca; polvos de arroz que la palidecían hasta tornarla en un fantasma de sí misma. La orgullosa matrona exigía atención con una palmada en la cadera. Anunciaba con voz pedregosa: Mariana, Nueva York, las becas, el piano.

Así me presumía. A su hija mayor.   

Cuántos adioses me esperaban nadie lo pudo saber. Regresé al año, pero apenas transcurrieron las primeras semanas de vacaciones retomé el vuelo con nuevas becas, ahora para la Juilliard. Y así fue mi carrera, alternando bienvenidas con despedidas, cada vez menos concurridas. Hasta que hoy me planto a esperar en medio del lobby, repasando Stravinsky con digitalizaciones que nadie nota. 

Buscando el sentido de todo esto. 

Los lugares guardan olores, ecos. Impregnado de café y naranja, este edificio es más mercado que aeropuerto. Sus corredores resuenan con las melodías de la provinciana ciudad fugitiva: “Mexicana de Aviación anuncia la salida de su vuelo quinientos cincuenta y ocho”. 

Y yo, buscando melodías en el altavoz. De pantalón de lino, sandalias altas, dos gotitas de sudor en la nariz, oreándome con el abanico de encaje. De aquí soy, no me voy a sofocar.   

Con la brisa del abanico me llegó la carcajada: stacatto, fortissimo. 

Tenía que ser ella.

Vi a Fernanda sentada en el mostrador de un puesto, rodeada de flores de tantas papel que parecían formar el retablo a la virgen más morena y desparpajada. Sus muslos abiertos empujaban los listones de seda, el papel crepé, los alambres para fabricar rosas y gardenias, amenazando con derrumbarlo todo. Su minifalda cubría apenas lo que había que cubrir. 

Saltó de la mesa y se me acercó de tres zancadas.

—Buki, Mariana. Me contaron de tu tío Alonso. Lo siento. 

Me acarició la mejilla. Su voz bajó de timbre. Su piel tibia.

—Gracias, Fer. Qué bueno verte. 

Nos abrazamos. Quise separarme, pero me retuvo, rozando el bordado de su blusa con la mía. Toda noche: sus ojos, sus mejillas. Torrente de seda su cabello. 

Al dejarme ir, su mano rozó mi espalda.  

—¿Estás vendiendo flores? ¿Qué pasó con la biología?

—Tranquila, linda. Las flores son de Belisa, yo nomás le estoy cuidando el puesto. El doctorado ya está en Sonora, colgadito en la pared de mis viejos. Vine a Ayotlan a jugar con el mar y sus pescaditos. Estoy en mi casita de antes. Un día pasas.

—Oye, ¿por dónde salgo al estacionamiento?

Apuntó con el dedo. 

—Saludos a Luisa y a las madres. 

Me dio un beso. Me cosquilleó los labios.

Ésa era Fernanda.

 

 

En el vestíbulo me puse a pastorear mis maletitas, y pronto llegó Luisa. La piel cetrina, como si no viviera en el Trópico de Cáncer. Nos abrazamos: apoyó su barbilla en mi hombro.  

Se agachó a ayudarme con los bultos.

Venía a quedarme —¿cuánto tiempo?— en la casa que nunca pensé volver a habitar. A buscar a mi tío Alonso, apenas cuatro años mayor que yo. De quien aprendí, de bebé, a cantar antes que a hablar. Mío y de nadie más, y su música. 

Hace dos días me llamó Luisa mientras yo andaba de gira por Europa: Desapareció. Una noche después del trabajo, sus pasos perdidos en la arena.

—Desapareció —gritó mi hermana. Su lamento penetró la fibra óptica, subió la Sierra Madre, la bajó. Cruzó el altiplano, la otra Sierra Madre. Se zambulló en el Golfo de México, cruzó el Atlántico y medio continente hasta llegar a Praga. Pasó burocracias soviéticas, navegó río arriba por el Moldavia, escaló cinco pisos del Hotel Carlos. Me penetró el tímpano. 

Mi tío, mío. Ahora tengo que compartir su historia con todos. ¿Y si no lo encontramos?

—Igual descansa —dijo Luisa. 

Por Dios.

En el estacionamiento Luisa señaló a una anciana que cabeceaba dentro de un taxi. 

Madre: la mujer fuerte, guapísima; ¿dónde estaba el cabello negro, los ojos almendrados? ¿Y esa anciana de pelo blanco?

Derrame cerebral, había dicho Luisa. Alonso desapareció, y Madre tuvo un ataque.

Luisa cruzó la calle y se dirigió al taxi. Yo me quedé a esperar el tráfico y así, sin más, trazamos un triángulo: enfrente Doña Clavel. Luisa a su izquierda. Yo tras ella.

Un triángulo isósceles.

Me acerqué, toqué la cara de mi madre, su pelo reseco, blanquísimo. Su cutis desnudo de polvos de arroz, oscuro, indefenso. Sus ojos vacíos de kohl, como ciegos. Tomó aire. 

—Maaaa. Maaar. 

Luisa me miró con advertencia. 

—Así, es, Madre. Por fin llegó Mariana. 

Callé.

Era bueno volver, a pesar de todo. Me fui de aquí hace seis años, a los dieciséis. Beca rotaria para la high school; luego otras. En Nueva York había bodas, piano bars, escuelas de ballet. Donde buscaran pianistas pedía trabajo. Ágil, confiada, pechitos libres de cualquier sostén. A veces llamaba a casa, emocionada, con noticias de conciertos. ¿Clementi? Preguntaba Madre. Yo exclamaba: ¡Schumann. Brahms! ¿Qué crees, que sigo con el vestido blanco y el listón azul?

Niña grosera, no grites, me gritaba. Ahora dice: Maaar.

Desde el aeropuerto nuestro taxi desandaba el malecón desde la Punta Camarón hasta el Cerro de la Nevería: peñascos vestidos de oscura maleza, blancas playas, olas bravas, ocasos rosados y clavadistas suicidas. Era el camino más largo y el más lento, y a mí no me interesaba ningún otro. Era la calle del Hotel Belmar, donde la belle jeunesse de los tíos abuelos había frecuentado los tés bailables. Donde una noche de Carnaval un hombre cortejó a una niña de dieciséis años, se casó con ella, y la convirtió en nuestra madre.

Los de Clavel: tiempos inciertos de refugiarse en un marido, solía decir.

El tráfico agobiaba. Más allá de la Cueva del Diablo quedaba Careyes, la vasta playa de nuestros correteos infantiles y lunadas con canciones de Serrat. Arena de talco y jaibas amistosas, olas que se erguían como torres para luego caer sumisas a los pies de adolescentes y niños titubeantes.

Me asomé por la ventana del taxi, buscando sus dunas. Pero sólo vi olas lamiendo el malecón. Tal vez me distraje y Careyes quedó atrás, tras mis lágrimas, tras mi madre, el pilar de nuestro mundo, ahora envuelta en pañales.

El taxi corría a ritmo de Ayotlan con tres mujeres y un taxista hostigados por un camión-bocina, anuncio rodante de puré de tomate, las noticias del día y candidatos a diputado. Amantes ilícitos, apuñalados en cama por el esposo de ella, hermano de él. ¡Ándale! Compra El Heraldo vespertino. ¿Cómo no reír de tragedias presentadas como espectáculo de juglares medievales?

En el taxi, las silenciosas viajábamos hacia la casa desierta. De la familia quedaba poco. Primero se fue la tía Bessie. Los abuelos. Padre, que nos dejó con Madre y Nana Amalia. 

Y ahora Alonso, quien había acompañado nuestras conversaciones infantiles con bossa nova y bromas pueriles. Una madrugada hace un par de semanas cerró el restaurante que regentaba; caminó por el malecón y nadie lo ha vuelto a ver. Como si se hubiera disuelto en las olas del mar.

Ese mismo malecón nos había visto crecer. Yo de un año, él de cinco, me enseñó a cantar, y de a poco creamos un lenguaje musical que nos separaba de los mayores. Durante las tamaladas de Pascua Madre disponía el trabajo ante la mesa de la cocina: Amalia amasaba el nixtamal; Madre rellenaba las hojas; Luisa las adobaba; yo las adornaba con almendras y aceitunas. Entonces Alonso me señalaba la puerta. Hacen falta tomates, canturreábamos. Ahorita venimos. Y volvíamos horas después, bronceados y arenosos, con una bolsa de cangrejos y conchas marinas en una mano, y un par de tomates en la otra. 

Todo era un ahorita venimos. Paseábamos por Careyes contando historias de tortugas y caracolas. Con el tiempo la guitarra y el piano acompañaron canciones que los demás memorizaban sin entender. 

Ahora, a mis veintidós años, Madre veía en mí un vientre vacío. Desde que despaché a Osvaldo ella redobló sus esfuerzos por encontrarme marido. Tengo dos hijas que colocar, decía. Que con Luisa, feíta, pobre, tenía mucho que hacer. Seca como un ladrillo. Si salieras, si no te la pasaras haciendo esas máscaras horrendas. Y Luisa: son mis brujas. Si las miras te dicen qué hacer. Bajo las frondas del patio instaló su caballete, su telar y su rueca. Desde entonces, bajo la limonaria alucinan júdases, piñatas, alimañas de lienzo y lana en púrpuras y carmines pesallidescos. Por teléfono oía los gritos de Madre, al borde de la exasperación: Niña. Estás dejando ir tu vida. Luego amenazaba la limonaria donde habíamos jugado toda la vida: Ese árbol da pura maleza. ¿Sabes que las limonarias crecen en casa de las solteronas?

Ahora, con el derrame, sonreía con su boca torcida. Era una tregua que santificaba lo que sus manos y su voz no podían controlar. 

 

 

[Nota de la editora: acabas de leer un fragmento de la novela Limonaria, de próxima publicación en España por la editorial Verbum]