La patria con sangre (ya no) entra

La patria con sangre (ya no) entra

 

Nuestros posicionamientos ideológicos han estado tradicionalmente del lado derecho o izquierdo de la balanza política y cada lado ha dado por sentada su superioridad moral y la ha sustentado en su bondad intrínseca: los malos son los otros. Esa superioridad moral, incapaz de dar su brazo a torcer, es la razón de ser del Conflicto Armado en Colombia. Ahora que el Acuerdo de Paz está a punto de ser avalado por los colombianos, noto que, del lado izquierdo, se ha estado formando una tendencia de pensamiento que ve como insuficiente el paradigma de los opuestos para entender lo que ha pasado en el país en último siglo y para abordar su futuro sin guerra. Esa fuerza no es más que la muestra de que la población colombiana ha cambiado desde la época de La Violencia, del Frente Nacional, del Narco, de los Paras. Sin embargo, el impulso de la ultraderecha, que no quiere salir de esa lógica binaria de los buenos y malos patriotas, de las víctimas (ellos, claro está) y los culpables, insiste en permanecer. Lo que el Acuerdo de Paz está articulando a nivel cultural y simbólico, y por eso me parece tan importante (e interesante), no es entonces una lucha entre la izquierda maligna y la derecha benigna, como el uribismo nos lo quiere hacer creer, sino una lucha entre esa mirada moral que los ultraderechistas siguen imponiendo, y que ha azotado a Colombia con guerras sucesivas desde sus orígenes como nación, y una voluntad por entender el país desde otro lugar: la ética.

“Saber es poder”, es el fundamento de la razón moderna que prometió no sólo una mejor vida fuera de la jurisdicción de la superstición sino también el cese del miedo. En realidad, el miedo humano no es a lo que se desconoce sino a lo que no se puede controlar. El saber es poder en tanto que nos otorga ese control. Eso se ve claramente en la mirada que los políticos ultraconservadores colombianos quieren seguir imponiendo sobre las Farc. Los primeros se oponen a los segundos no porque teman lo que podría pasarle al país si un grupo de comunistas llegara al poder. Por el contrario: saben del estruendoso fracaso del comunismo en América Latina, saben que éste no es una amenaza, como lo pudo haber sido hace cincuenta años, saben que los regímenes comunistas (al igual que los suyos propios) no han llegado al poder democráticamente ni se han mantenido en él por esta vía. Los políticos ultraconservadores colombianos no temen por Colombia ante lo que le pueda pasar si las Farc se legalizan como partido político. Temen, en cambio, por ellos mismos. Temen a lo que saben que les va a pasar cuando la guerra termine y es que no van a poder ejercer control político, social y simbólico del mismo modo como lo han hecho hasta hoy: autoritariamente, pasando por alto procedimientos democráticos básicos y difundiendo entre la población, ingenua y creyente, temores de otras épocas. Acuden, una vez más, a la retórica que los ha mantenido en el poder por décadas y décadas: la moral de la gente de bien. Es por esto, y no por otra cosa, que están construyendo la discusión pública sobre el plebiscito sobre una serie de falsas polémicas: que aceptar el Acuerdo de Paz es entregarle el país a las Farc porque sus integrantes participarían en política[1]; que la paz que se viene es impune porque los guerrilleros no van a ir a la cárcel[2]; que el tratado no se propone más que dirigir a Colombia a un régimen comunista como el cubano o el venezolano, que Colombia se va a convertir al “castrochavismo”[3].

Si bien esas polémicas son falsas, no hay que subestimarlas porque están legitimadas en un piso discursivo difícil de debatir: la democracia. Sin embargo, una cosa es que el uribismo tenga derecho a una voz de oposición al Acuerdo de Paz y al gobierno del actual presidente de Colombia, por la libertad de expresión e ideológica que un país democrático le otorga, y otra que utilice postulados democráticos para imponer su ideología política que ha demostrado ser sistemáticamente autoritaria. Todas las falsas polémicas promovidas por el uribismo sobre el Acuerdo de Paz o sobre el gobierno santista están articuladas desde la retórica de la libertad política que se les está siendo obliterada[4]: aseguran ser perseguidos políticos[5], que el Acuerdo de Paz impondría un régimen en el que su derecho a hacer política estaría vulnerado[6], que el Acuerdo de Paz amenazaría el derecho que (ellos creen que) tiene la Iglesia de intervenir en el Estado[7]. Y ahí yace su falla discursiva: lo que quieren imponer a través de esa retórica democrática es su autoritarismo y una mirada absolutamente moralista del Acuerdo de Paz, lo que está bien desde la derecha política, que suele ser lo que está bien para el cristianismo más radical, no puede tener una simbiosis dialéctica con lo que consideran que está “mal”. La patria, su patria, con sangre ha entrado y esperan que así siga siendo.

Desde esta perspectiva, el Acuerdo de Paz me parece mucho más importante de lo que se cree, que es obviamente ponerle fin a una guerra sinsentido, remanente último de la Guerra Fría en América Latina. Este Acuerdo es sumamente importante porque desnaturaliza ese ejercicio del poder que se ha sustentado por siglos en esa moral de la gente de bien—conservadora, de derechas, cristianos indolentes. Confirma, en cambio, la existencia de una tendencia de pensamiento que comenzamos a dibujar hace tiempo y que, sin estar inscrita a instituciones que imponen y avalan lo que está bien y mal, simplemente entiende lo que está bien y lo que no está tan bien desde la reflexión individual y la “gracia” del sentido común. Las víctimas del Conflicto Armado (si hay algo que le podamos agradecer a esa guerra nefasta) y las nuevas generaciones de la clase media urbana (aterrizadas y conscientes de sí) estamos mostrando y demostrando que, o por el impulso del siglo o por puro cansancio de los absolutos de la guerra, hemos cambiado. No sólo estamos hartos de un país viciado de guerra, sino también de que insulten nuestra inteligencia a punta de falacias. La diferencia con la saciedad de antes (porque siempre hemos estado inconformes con nuestros gobiernos) es que ahora no es solamente el feminismo el único encargado de promover el respeto de los derechos cívicos ante el Estado: somos todos, ya sea por redes sociales o saliendo a marchar o votando en el plebiscito o trabajando en proyectos independientes, quienes estamos manifestando y dirigiendo ese cambio, tomando control sobre el país y sus instituciones. Está pasando. Lento. Pero está pasando.

He notado que las luchas por los derechos reproductivos de la mujer y de las comunidades LGTBQ, el deseo auténtico de que esta guerra termine, el feminismo defendido no sólo por mujeres sino también por hombres, el mismo malestar que genera entre detractores la equidad de género y de etnia, el lenguaje incluyente del acuerdo, demuestra no sólo que, como población, estamos empoderándonos cada vez más de nuestros derechos, sino que estamos reconociéndonos como agentes reales (no marionetas de otros) que ejercen poder, control sobre el Estado. No sólo estamos reflexionando sobre lo que necesitamos como población sino también viéndonos como posibilitadores de que esos derechos se cumplan estatalmente. Hemos cambiado desde la época en que nuestros abuelos votaban por cualquiera siempre y cuando el candidato fuera de su partido predilecto. Hemos cambiado y decir Sí al plebiscito lo evidencia y lo impulsa porque somos nosotros los que estamos decidiendo tener una posibilidad distinta a una guerra que se nos impuso por la terquedad de egos políticos ajenos a nuestras realidades. Así visto, decir Sí al plebiscito nos da la posibilidad de que ejerzamos control no sólo sobre el partido político que va a emerger de las Farc sino también y especialmente sobre los partidos tradicionales que quieren controlarnos con miedos y discursos de otras épocas. Ese Sí implica que ya comenzamos a desnaturalizar el Poder y sus discursos desde arriba. Ahora nos toca desnaturalizarlo desde abajo, poniéndole cuidado a la manera en que nosotros mismos lo estamos reproduciendo en tendencias ideológicas que no cuestionamos, en el ejercicio privado de la corrupción, de la moral ultraconservadora que defendemos ciegamente. 

Tal vez peque de optimista debido a los avances constitucionales que se han logrado en Colombia gracias al activismo de sus ciudadanos (legalización del matrimonio igualitario y de adopción por parejas gay, destitución del Procurador), pero quiero pensar que la firma del Acuerdo va a seguir arando ese campo fértil al punto de que nuestras posturas sobre la nación, lo diferente, la política, el vecino, el género, el colega, lleguen a estar menos contaminadas de superioridad moral y más cargadas de reflexiones éticas. Es decir, posturas menos fundamentadas en religiones y supuestos, menos intervenidas por el Estado y el gobierno, y más analíticas de cómo nosotros estamos pensando y actuando para limitar el poder que éstos ejercen en nuestras vidas. El Sí por sí mismo no garantiza el fin de la corrupción ni que el partido político emergente no reproduzca la porquería de los partidos tradicionales. Es más, lo más probable es que el futuro (esa palabra que se volvió sinónimo ingenuo y ramplón de la palabra Paz) que se avecina sea tan caótico que no podamos ni nombrarlo (razonarlo) por un tiempo: el uribismo va a estar vigilante y ávido de cualquier falla, la población apresurada se va a frustrar porque la Paz no le llegó ni inmediatamente ni en papelito de regalo perfumado, como la esperaba. Pero la posibilidad que nos da el Sí, y por eso le tengo fe, es la de seguir construyendo una mirada menos prescriptiva y más autoreflexiva sobre el país para, ojalá, seguir ejerciendo poder y control sobre el Estado. La pregunta es si, además de apoyar el Acuerdo de Paz, nuestro Sí está también dispuesto a responder la segunda parte de la pregunta del plebiscito: construir una paz estable y duradera. Nosotros, ciudadanos.

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[1] El objetivo es que éstos devuelvan lo que se han tomado del territorio nacional y seamos los ciudadanos los que, con nuestro voto, comencemos a controlar su labor pública.

[2] El Acuerdo de Paz exime de la cárcel a quienes cometieron delitos políticos o a quienes, habiendo cometido otro tipo de delitos, colaboren contando la verdad a tiempo; estos tendrán otro tipo de sanciones, muchísimo más efectivas que la cárcel, porque ayudarán a reparar a las víctimas, mientras que quienes no colaboren sí irán a la cárcel.

[3] Los países y las instituciones que apoyan y garantizan el tratado, ampliamente democráticas, no respaldarían un acuerdo que amenazara con algo así, además de que el gobierno de Santos es consistentemente neoliberal.

[4] No hay que olvidar que, aunque el uribismo acuda ahora a una retórica democrática, ha detentado su poder desde la otra orilla: la de Uribe fue la administración gubernamental más corrupta de la historia, llevó a cabo un espionaje de la oposición sin precedentes en América Latina, el tratado que llevó a cabo con los paramilitares nunca se hizo público, entre muchísimas otras irregularidades.

[5] La realidad es que gran porcentaje de los políticos uribistas están o en la cárcel o huyendo por corruptos o por sus nexos con paramilitares.

[6] Por el contrario, el Acuerdo busca una distribución del poder gubernamental más amplia, equitativa e incluyente.

[7] Es precisamente esa intervención la que ha obliterado los derechos de las minorías en Colombia y en el mundo—no por nada la democracia se inaugura con la separación de estas dos instituciones.

 

Catalina Rincón-Bisbey. Candidata a Doctora en Literatura y Cultura Latinoamericanas de Tulane University. Radicada en Chicago.