La maldad intrínseca y la ternura resistente en Bestezuelas de Kianny N. Antigua

La maldad intrínseca y la ternura resistente en Bestezuelas de Kianny N. Antigua

Bestezuelas de Kianny N. Antigua
Isla Negra Editores, San Juan, 2021. 108 páginas, ISBN 978-9945-608-80-9 

 

La dedicatoria de mi ejemplar de Bestezuelas (Isla Negra Editores, 2021) dice: “Hermana, entre tus Los días animales y estas Bestezuelas, ¡nos jodimos! (¿o no?)” La duda sobre el territorio común entre ambos libros: una novela de amor, aventura y violencia de género y una colección de cuentos por explorar; y entre ambos recorridos: el de dos autoras hispanas viviendo en Estados Unidos que se acompañan y se leen entre sí, se disipó prontísimo al empezar a leer. 

Lo primero que encuentro al visitar el trabajo de esta autora dominicana brillante es una prosa elegante, un manejo magistral de los materiales, un ritmo ajustado y una capacidad y valentía para hablar delicadamente de los temas más incómodos imbricándolos a lo oscuro, al desgarro, así como a la dulzura y la esperanza; todo esto llevado a pulso y usualmente cerrándolo por knock out. Quien lee un relato termina sin aliento y entra a la historia siguiente necesitando viajar más, saber más, y también asumiendo el riesgo: la sorpresa que la dejará sin aire viene pronto, no se hará esperar. 

“Flash”, la primera historia, es el relato triste sobre el destino obliterado de Tito, “un chico de huesos ligeros, ojos grandes y labios resecos” (13), un niño inocente que cae a manos de la violencia callejera en un episodio lastimosamente familiar para quienes venimos de Latinoamérica o vivimos en los márgenes, en el in-between. El cuento “Mudanzas” ofrece una sensación desasistida: la injusticia social, la fragilidad emocional de una mujer a punto de ser desalojada, sintiéndose sin red y sabiéndose pronto sin casa, que toma la justicia en sus manos a través de sus pinceles y un lienzo comprado con alevosía. La heroína de la historia no se queda en el desamparo. En una vuelta de tuerca, acorralada, pinta un cuadro (su futuro: se dibuja un futuro) y se libera entrando a él, al paisaje cálido y colorido que ha creado para sí, pedaleando con furor por un camino bordeado de arces, en bicicleta. Gesta no solo para sí sino para quien lee una esperanza. 

Erradamente esperanzada llega quien lee al cuento que llamaré su bisagra. En “Apóstata”, hay una serie de entrevistas fragmentadas a víctimas de la cooptación de sectas y grupos religiosos que enfrentan cara a cara, en primera persona, la manera en que el poder se alza sobre los más frágiles (las mujeres, los más jóvenes, los más desposeídos, los niños). Los clanes con intereses económicos disfrazados de espiritualidad exponen sus garras y lo bestial se enlaza a la santidad, borrándola: “Me llamo Micaela y a los seis años el pastor de mi congregación, el anciano, como le dicen, me violó. Empezó a los seis años y lo hizo por siete años más. Hasta que finalmente me fui de mi casa y mandé a la mierda el Salón del Reino. Fuck” (20). “Básicamente todo es una mentira”, dice otra voz, “Es un negocio” (28). El panorama es desesperanzador. La voz de quien en el cuento compila las entrevistas afirma: “ya no pude lidiar con tantos dioses y profetas, con tantas bestezuelas” (37). 

El horror narrado en “Apóstata” se diluye en “Expulsados del paraíso”, en una cama de hotel, en un amor prohibido en el que lo imposible y el deseo ya asentado en el tiempo se revuelcan entre sábanas, y del que resulta un cuerpo femenino hambriento. Un amante en desventaja alimenta pero siempre se queda con hambre: “Nos va a llevar el diablo”, dice ella a su hombre prestado. Él contesta: “No, chiquita, no creo que Dios haya inventado el amor para luego castigarnos… Escoger el amor no debería ser pecado” (41). No será pecado, pero hay algo cierto: tampoco garantiza la felicidad. “Yo soy la amante de Evaristo Batista, lo que, bajo cualquier juicio de otra mujer, la puta, la seria, la abnegada, la agnóstica, la ratón de biblioteca, la virtuosa, la prostituta y la puritana, yo, soy una pendeja” (39). 

Así es que el desasosiego, el pesar y la tristeza que suponen el reconocimiento de las bestezuelas que somos van en este libro de la mano de una liberación profunda y espiritual que solo asiste a quien con valentía asume el mundo, su lugar en el tejido de relaciones que la definen y actúa en consecuencia rasgando de ser necesario ese tejido para renacer fortalecida. En el relato “Con un nudo en la garganta” durante un recital de tango la heroína se ilumina, tiene su ah-ha momentse conecta con una represa por siglos contenida (cómo no identificarse con este instante de verdad) y la deja ir, olvidando los “deber ser”, las expectativas agobiantes a las que se halla sujeta toda persona subalterna al orden patriarcal, mirando con ojos bien abiertos las exigencias, restricciones y obligaciones impuestas por el establishment, y sugiriendo, evidenciando incluso, que ser libres a veces depende de la propia disposición a dejarse revolcar. “[A] mí se me derrumbó el mundo; una soga que hace años oteaba a mi alrededor finalmente se me enredó en el cuello. Y los “tú puedes” me inundaron la cabeza. Y los deberías esto, deberías lucir like this y tirarte fotos like thatdeberías luchar por, defender la causa, pero no esta causa, esa es una mierda, esta sí, esta sí vale la pena” (69). Acá dejo este recorrido, con la iluminación de la heroína de ese cuento, una mujer que llora por las voces que apresan y obliteran la independencia del ser que cuestiona el deber.

Quien lee Bestezuelas por instantes cree que se salva, celebra la justicia que socorre a quien decide tomar en sus manos su devenir para hacer orden (¿en el cosmos?), y va también asumiendo el fracaso siempre dispuesto a quien sencillamente vive, está vivo, se decide a vivir (no son las tres cosas lo mismo) en este mundo. En la medida en que el libro devela ese hombre que es un lobo para el hombre del que habló Hobbes, o lo que es lo mismo: con la noción de maldad como tendencia intrínseca, también muestra el poder de la bondad, del amor, de la disposición valiente, con una ternura que es asimismo fuerza telúrica e impulsa a seguir, a confiar casi metafísicamente en un sentido de justicia que no siempre gana, pero que equilibra las cargas de la ruta de manera misteriosa. Así va quien lee Bestezuelas, sopesando y preguntándose cuán jodidos o jodidas estamos, cuánta salvación nos asiste; cuán animales son estos días en los que seguimos: porque hay que seguir.