La última escena

La última escena

 

El trayecto hacia el desenlace tenía que estar lleno de angustia para que yo pudiera llegar al final. Sentirla fue decisivo; era imposible hacerlo de otra manera. En algunas ocasiones las escenas ilógicas, las situaciones atemporales y anacrónicas se sitúan en mi mente por unos minutos; luego se disipan, escapan a algún sitio al que no puedo seguirlas. Los sueños se desvanecen. Sin embargo, anoche soñé la angustia y no la puedo olvidar.

Me encontraba en un auditorio repleto de personas sentadas en butacas marrón oscuro. El recinto estaba diseñado para performances; desde la entrada se podía ver la tarima al fondo y en un plano inferior, entre las tres columnas formadas por filas de asientos el piso se convertía en una rampa. Abajo se notaba el espacio entre el escenario y la primera fila de butacas. Alineados como peones de ajedrez, con las piernas separadas y manos empuñadas, se encontraban los vigilantes, cuyo trabajo era resguardar la tranquilidad del lugar.

Poco después de observar al gentío reunido, de escuchar sus críticas y elogios hacia los concursantes, me di cuenta de que yo también tendría que subirme al escenario. El objetivo era enternecer o entretener al público. No sé si al final habría algún premio. Nunca me enteré de eso. En el momento en que internalicé que yo debía cantar, me encontraba observando el tamaño de las fosas nasales, la finura de las hebras de cabello, el largo de los zarcillos que guindaban de lóbulos descubiertos, las miradas fijas entre parejas, las piernas cruzadas y el gran surtido de colores desparramados sobre los zapatos de las personas expectantes. En ese momento mi análisis se detuvo. Mis ojos se clavaron en mi propio abdomen, el terror comenzó en la boca del estómago, pasó por la garganta y se alojó en la lengua.

—¡Yo no puedo cantar!

Sentí las tripas retorcerse. Los pies se convirtieron en bloques de arcilla. Tuve que arrecostarme de la pared para no caerme. No pude voltear la cabeza ni encarar a nadie. Realmente no tenía que confrontar a ninguna persona, estaba sola, no conocía a ninguno de los asistentes ni a los animadores ni a los otros concursantes. Estaba en un hueco donde había desaparecido el sonido.

Me imaginé parada en la tarima. Petrificada, percibía a través del iris las miradas punzantes de los asistentes, escrudiñando mi garganta, poniendo sus manos detrás de las orejas como tratando de amplificar su capacidad auditiva. Querían escucharme, quizás para aplaudir, quizás para burlarse, pero el hecho era que esperaban que un sonido les atravesara el canal auditivo y produjera una sensación. 

Mientras un concursante compartía la técnica que seguramente había aprendido en alguna academia de canto, yo seguía pensando en mí. Observaba mi figura inmóvil frente a los cientos de ojos atentos. Repasé cada una de las notas destempladas que saldrían de mi boca una vez comenzara a interpretar alguna canción. Y digo alguna canción porque no tenía ni idea de qué tema entonaría; no había tenido que pensar en eso por muchos años, desde que había decidido que no cantaría nunca más.

Le tocó el turno a la concursante que iba justo antes que yo. Llevaba un vestido de flores larguísimo, el pelo recogido con una cinta amarilla, una pulsera blanca. Tomó el micrófono, saludó al público e inició la balada. No puedo decir de qué se trataba el tema. Yo no escuchaba nada. Incliné la cabeza fisgoneándome los zapatos, aquellos rojos destalonados que una vez tuve antes de saber lo que sería. Me metí la mano en el bolsillo del pantalón y sentí la textura áspera de una hoja de papel arrugada. No sé si fue el recuerdo de lo que antes no era o la picazón que me causaron los pliegues de la hoja en la palma de la mano lo que me hizo darme cuenta de que no tenía que cantar. Podía hacer otra cosa.

—¡Yo escribo! ¡Yo creo historias!

Cuando abrí los ojos no sudaba, estaba totalmente seca. La angustia se manifiesta en mi cuerpo a través de un dolor punzante en la base del cuello. Me senté y comencé a girar la cabeza esperando atenuar un poco la incomodidad de la nuca. Recordé que había soñado algo; recordé qué cosa tan extraña había soñado. Tras pasar la vista por la pared gris interrumpida por el closet blanco me paré de la cama con dirección al baño; intuía que ya había amanecido y era oportuno bañarme para comenzar el día. En los tres metros que separan la cama de la puerta a la que me dirigía, viví de nuevo el sueño entendiendo que no había sido una pesadilla sino un acto de triunfo. Mientras me cepillaba los dientes busqué en mi memoria la última escena: no era yo en la tarima, no era yo mirando al público, no era yo leyendo las palabras del papel arrugado; era la angustia apagada por mi propia sonrisa. 

 

Rutland, mayo de 2021