La educación y el miedo en el siglo XXI

La educación y el miedo en el siglo XXI

 

Al Peje, porque sabe que los números y las letras…

 

En este siglo XXI vemos la pobreza de antes, pero ahora a través de Internet, gadgets, televisión, Netflix y Hulu. Vemos la misma desigualdad social, ahora con muros fronterizos de por medio, sin la válvula de escape de la migración. Vemos nuevas enfermedades pero con un sistema de salud pública privatizado.

Una de las respuestas, quizás la más importante, a las problemáticas citadas sigue siendo la creación de programas educativos. Se cree que en la escuela los niños y los jóvenes habrán de prepararse para enfrentar el complejo mundo que heredan de sus padres. En la primaria y secundaria se les prepara para su vida profesional, o sea, para que funcionen, produzcan y se adapten a un modo de vida que tildamos de “moderno”.

En realidad no se contempla, desde la educación pública, dotar de herramientas al niño o al joven para que aborde preguntas de carácter estético y ético así como para encarar el miedo más profundo del ser humano, el de la muerte. Este último se lo dejamos a las instituciones religiosas, a las editoriales que publican libros de auto ayuda y a gente que inventa remedios para curar los infortunios. Y esto es un error.

¿Cómo acercarnos, desde la educación, a contemplar, disfrutar y reflexionar sobre la vida si dejamos de lado su contraparte: la muerte? ¿Por qué no profundizar sobre el cómo vivimos y el cómo morimos en nuestro tiempo?

Pareciera que nuestros niños y jóvenes se educan en las escuelas públicas para los asuntos que tienen que ver con los ochenta o noventa años que habremos de residir en esta Tierra. Y el asunto de la muerte, que también es parte del proceso educativo, lo hemos dejado a la potestad de los templos o de los vendedores de la felicidad. ¿Cómo puede un sistema educativo público preparar a los alumnos para enfrentar su ser más profundo sin caer en credos ni dogmas ni remedios mágicos?

Las naciones, desde la Revolución Francesa, han buscado ser modernas, es decir, con eficaces vías de comunicación, de electricidad, de televisión, de redes de fibra óptica, de satélites, etc. Hemos asociado la modernidad con el desarrollo tecnológico. Desde aquella revolución, y pasando por las independencias de los países americanos, teóricamente hemos dado respuesta a la pobreza extrema y a la desigualdad de clases y a la injusticia social. Pero la pobreza y la desigualdad continúan. En este nuevo siglo, las consecuencias y secuelas son la necropolítica, el resentimiento social, los robos, la violencia, los secuestros, las adicciones, las inmigraciones forzadas.

Sospecho que en nuestros días la educación sigue siendo la mejor respuesta. Pero los programas educativos, sobre todo, los públicos, tienen que ser redefinidos, que tomen en consideración lo que la modernidad no ha abordado cabalmente (el crecimiento espiritual), sin dejar de lado la parte funcional. Creo, sin ser experto, que un programa educativo debe cubrir tres frentes: 1) La parte científica que abarca las materias de física, química, matemáticas, etc. 2) La parte humanística y crítica, que incluye el arte, la filosofía, la literatura, la historia del país y del mundo. Y 3) La parte espiritual, que consiste en agregar cursos de historia de las principales religiones del mundo, tanto de Occidente como de Oriente y de nuestros pueblos originales. No se trata de dar catecismos ni de rendir culto a un dios o a una idea sino de proporcionar una visión antropológica y filosófica del mayor misterio que nos acompaña. Este curso le ofrecería al joven alumno la oportunidad de ver cómo han enfrentado su miedo más profundo algunas civilizaciones, ya no desde la poesía ni de la ética sino directamente desde la mística. 

A través del cristianismo, Occidente ha ofrecido una visión, la judeo-cristiana. Es hora de aprovechar otras formas de enfrentar el gran misterio de la muerte. ¿Por qué no incluir desde la primaria lo que se conoce como meditación, que el niño o el joven sepa estar en silencio durante unos minutos en los que observe sus pensamientos, memorias y deseos? En esos minutos experimentará el dolor, incluyendo el de nuestra mortalidad, y a la vez tendrá la oportunidad de lidiar con dicho dolor. Que el dolor de un individuo no genere más dolor.

¿Por qué no incluir la danza catártica, herencia de las antiguas civilizaciones? De esta manera el niño y el joven aprenderán a canalizar la energía acumulada en sus frustraciones. ¿Por qué no hacer lo que hacen algunas tribus australianas, que mientras trabajan cantan? ¿Por qué no ver la naturaleza como la han visto los pueblos indígenas de América, en la que un venado, una piedra y el río tienen alma?

Octavio Paz dijo que nos han enseñado a morir y que lo han hecho mal. El reto de este siglo XXI es proveer al alumno con más herramientas para las cosas de esta vida y para los asuntos de la muerte. En otras palabras, lo que aquí se propone es formar a los niños y jóvenes para lo funcional (que sean productivos), para lo vital (que se alimenten bien y cultiven un deporte), para lo estético (que tengan una idea de lo bello mediante una práctica artística), para lo ético (que busquen el bien en lo que hacen y dejan de hacer) y, por último, para lo espiritual (que sepan enfrentar y canalizar sus miedos).

La educación de nuestros días ha sido vista como un puente rígido y estrecho. De un lado tenemos aulas y planteles en los que los niños y los jóvenes se preparan para ser admitidos en una escuela técnica o en una universidad, o sea para el futuro. En esas aulas no se trata de apreciar en el presente las matemáticas ni la narrativa de un autor ni el proceso de la fotosíntesis; ahí se da prioridad a las materias que se basan en datos precisos; y pareciera que lo único importante es la información y no la interpretación de la información y de los fenómenos; y se abordan los temas de una manera aislada, como si la Segunda Guerra Mundial fuese solamente un suceso histórico y no algo que también se conecta con las ciencias y las artes, como si cada tema no tuvieran que ver con múltiples disciplinas y con los alumnos mismos.

Por eso no sorprende que, del otro lado del puente, haya economistas, contadores, doctores, licenciados con una formación ética endeble, que tienen como paradigma la acumulación de la ganancia. Pareciera que el objetivo del médico moderno no es la medicina sino la bonificación que obtendrá con la práctica. Lo mismo el economista, que aplica lo que sabe para beneficio de un sector, en el cual está incluido. Lo mismo el ingeniero en computación, que integra nuevos sistemas de algoritmos pero que pocas veces mira su vivir. Al no construirse una ética (ni una estética ni mucho menos una mística) en el ciudadano hay una inercia que lo robotiza, que lo vuelve meramente funcional y desechable. Mira lo demás y a los demás como entidades no conectadas a su ser.

Carlos Fuentes, en El espejo enterrado, señaló que la tarea de los países latinoamericanos en el siglo XXI es conjuntar el desarrollo económico, la democracia política y la justicia social. Sólo habría que agregar la inclusión de programas educativos que preparen a los niños y a los jóvenes para los temas de nuestro paso por esta Tierra y para los temas derivados de la mortalidad.

 

Raúl Dorantes. Llegó a Chicago a finales de 1986. Desde 1992 se ha dedicado a la publicación de revistas culturales: Fe de erratas, Zorros y erizos, Tropel, Contratiempo El BeiSMan. En la actualidad es director del Colectivo El Pozo y es autor de la novela De zorros y erizos.  Ars Communis Editorial publicó su colección de cuentos Bidrioz y recientemente publicó su segunda novela: El blues de Roma.