El bizcocho

El bizcocho

 

La mala fortuna de M era ser completamente vulnerable a la comida y tener como único espacio de estudio un cuarto adyacente a la cocina, que como lo es en cada hogar latino servía como el centro de conversaciones tanto como para comer. Claro está, la actividad usual en la cocina tenía que ver con tomar café y atragantarse montañas de arroz con habichuelas y pollo, bacalao y, bastante seguido, cerdo. Pero un día M, sobrepeso y en una de sus incontables dietas que siempre iban bien hasta desviarse por una u otra razón, tuvo la mala suerte de las malas suertes de ver cortado el flujo de su escritura cuando su tercera esposa y su hija llegaron a casa con un bizcocho de chocolate y comenzaron a comerlo poco a poco mientras conversaban acerca de algún pariente u otro de su interminable familia extendida.

M estaba inmerso en la agonía de uno de sus muchos intentos de escribir un cuento cuando se sintió cautivado por el olor de chocolate mezclado con mocha y cerezas, y su imaginario se apartó de su tan importante concentración literaria hacia la pura emoción de saborear la dulce y deliciosa ricura del bizcocho. Ciertamente, era un exquisito y delicado bizcocho; y madre e hija estaban saboreando con gran refinamiento lo que él podía sentir que eran pequeños pedazos de un paraíso sin límites. Hablaban sin parar, rompiendo de cuando en cuando el pedazo más pequeño posible de bizcocho, saboreándolo lentamente hasta que finalmente terminaron sus porciones y, aparentemente sin pensarlo, pusieron los sabrosos restos del bizcocho en su empaque original, cerraron la caja y la guardaron en la nevera.

Su esposa luego dijo, “M, nos vamos. Buena suerte con el cuento”.

“OK”, dijo él, “pásenlo bien”.

Entonces las dos mujeres se fueron de la casa, dejando a M con sus esfuerzos ficcionales y la imaginación enfocada no en el trabajo que tenía entre manos sino en el pedazo de trabajo que estaba en su caja en la nevera.

M intentó olvidarse del bizcocho pero las mujeres no volverían en algún tiempo; y a pesar de que lo intentó, se topó con que su cerebro regresaba al bizcocho una y otra vez. ¿Por qué no habría de probar el pedazo más pequeño de tan delicioso dulce? ¿Acaso el sudor de su frente no contribuyó aunque fuera indirectamente a su compra? Y qué importaba si se comía una diminuta porción, después de todo apenas se darían cuenta. Por lo menos debía tener derecho a tomar una pequeña probada para por lo menos saber de qué se perdía, especialmente después de haber sufrido tanta tentación y tortura. Habiendo enunciado claramente estas justificaciones, no sintió reparo alguno en tomar la más pequeña rodaja del bizcocho. Una vez decidido actuó sin dudar y sacó el bizcocho de la caja, la abrió y cogió el diminuto trozo, y luego agarró una pequeña porción del menudo trozo con su tenedor y se lo llevó a la boca que lo esperaba desesperadamente.

El divino sabor del bizcocho le inundó la boca y cayó sobre él como un diluvio la idea de que la fruta prohibida del Edén debía estar cubierta de chocolate… Su lengua le daba vueltas al chocolate hasta que hubo alcanzado cada papila gustativa; disfrutó del sabor con ojos entreabiertos y un fervor creciente, tomando un segundo bocado con el que terminó el pequeño trozo y lo dejó inmerso en placer extático. Solo quedaron unas migajas de chocolate que él recogió con el tenedor y un cuchillo, y rápidamente devoró, como si le estuviera añadiendo gasolina a un fuego en su máximo esplendor.

Luego esperó unos segundos, prestando atención a cualquier sonido que indicara el regreso de las mujeres o cualquier persona que pudiera interrumpir su privacidad y ser testigo de la violación a las leyes que gobernaban sus restricciones alimenticias. Entonces cerró la caja del bizcocho y la devolvió al lugar en la nevera donde estaba, limpiando la mesa, el tenedor y el cuchillo, y colocando estos implementos delatores en la lavadora de platos regresó al estudio y al trabajo importante que tenía entre manos.

Continuó su trabajo de procesar palabras, pero en unos minutos se encontró perdiendo la concentración mientras su mente se enfocaba cada vez más en el bizcocho que estaba en la caja en la nevera de la cocina junto al cuarto donde trabajaba. Se lo quitó de la mente y continuó tecleando, pero no pudo resistir más. Los sabores del bizcocho, el chocolate, el regusto a cereza y mocha lo sobrecogieron hasta que finalmente fue a la nevera, abrió la puerta y se quedó mirando la caja del bizcocho, sacándola eventualmente, abriéndola y examinando el no tan discreto objeto de su deseo. No había daños hasta el momento, nada que se notara, y estimó que podía coger un poco más sin que lo detectaran. Con la decisión tomada buscó el cuchillo y trató de hacer de nuevo la incisión más pequeña posible en el bizcocho. Pero en el momento decisivo, su mano resbaló un poco, y M se dio cuenta de que había dejado un tajo que no sería fácil de esconder no importaba qué o cómo lo hiciera. En este momento crucial, reaccionó con rabia. Después de todo, que tan injustas habían sido las mujeres en su vida de comprar esta tentación, de mantenerla dentro de su alcance y comer solo el más pequeño de los pedazos. ¿Acaso no era él una fuerza económica en la casa? ¿No tenía él derechos aquí? ¿En qué se basaban su matrimonio y relaciones? Y así, en ese estado de defensa y justificación, M decidió que tenía una historia para su larga pero frustrada carrera como escritor. Con estas perspectivas ahora firmemente enraizadas, hizo un corte más grande al bizcocho y separó su pedazo del resto, poniéndolo en su plato y metiéndole el diente con gusto.

Con esto hecho, sus derechos puestos en vela, M devolvió el bizcocho a la caja, cerró la tapa y la puso en la nevera. Enjuagó el cuchillo, el tenedor y el plato y los guardó antes de volver a su pequeña habitación junto a la cocina, donde ahora, bien comido y contento, sintió que tendría más energías para escribir el texto más maravilloso que pudiera escribir.

Pero entonces, una vez más, antes de que pudiera dejarse llevar por el fuego creativo ahora inspirado e incendiado por el bizcocho, se sintió envuelto por un deseo sobrecogedor de compartir más de lleno ese delicioso manjar, que ahora veía como el campo de batalla simbólico de su matrimonio, su creatividad y su mismo ser. Pero en esta tercera ronda, con su invasión ahora visible, M no mostró cuartel ni tomó prisioneros. Ya era demasiado tarde para cubrir sus huellas, no había forma de negar la violación a la dieta y la confianza, así que ¿por qué molestarse intentándolo? ¿Por qué no solo se dejaba arrastrar por su pasión? ¿Por qué no entregarlo todo en medio de las objeciones y recriminaciones? ¿Qué significaba la vida si uno estaba atrapado y tenía que abandonar todo lo que amaba o sentía que necesitaba?

Esta vez no pudo contenerse, esta vez se arriesgó a cortar a lo profundo del bizcocho, lacerándolo y prácticamente devorándolo, casi enloquecido por el olor a chocolate con mocha y cereza, comiendo sin restricciones hasta que no quedaba nada, hasta que desapareció por completo. Entonces, enloquecido y saciado, se sentó a mirar lo que había hecho, recogiendo rápido cualquier migaja restante y comiéndoselas también. Luego guardó el plato vacío en la caja, observándola y preguntándose qué, si alguna cosa, podía hacer.

¿Qué diría cuando su esposa regresara? Qué podía hacer excepto sonreír con desaliento y decirle, “alguien vino y se lo robó”, o “un oso lo devoró”, o “el gato se lo comió —fin de la historia”. Pero esto lo llevaría a desenlaces horrendos, horribles maneras de concluir las cosas. ¿Qué decía acerca de él y su creatividad? Era un fiasco, él lo sabía, toda esta pretensión de escribir era para nada. Claramente era un fracaso, un esclavo de sus impulsos y necesidades, igual que cualquier craquero o tecato. Ahora lo sabrían, su falta de voluntad e imaginación serían expuestas, ese gato por fin fuera del bolso.

Seguramente había un camino mejor para todo esto. Seguramente había una forma que por lo menos creara la ilusión de éxito, a pesar de toda la debilidad envuelta. Era después de todo un escritor, y uno de sus trucos era ponerse en situaciones difíciles y luego encontrar la manera de salir de ellas. Recordó una vieja historia donde había encontrado una de estas soluciones, y cuando le enseñó el cuento a un amigo que sabía de escritura, el amigo le dijo que tenía talento y que debía desarrollarlo. Y aquí estaba tratando una vez más casi cuarenta años después, sin haber escrito más de un cuento por década en todos esos años, pero con su obesidad creciendo virtualmente en relación inversa a su falta de producción. Ahora era su oportunidad de modificar esa relación, incluso cuando estaría rompiendo las reglas y su pacto con el diablo, incluso cuando sabía que solo aceleraría su eventual e inevitable final.

De regreso a su escritorio, la caja del bizcocho todavía sobre la mesa como evidencia desafiante, se sentó y trató de razonar todo lo que había pasado hasta que llegó a la parte donde se sentó a la mesa a escribir; en ese momento, con las palabras que le dijo su amigo cuarenta años atrás todavía dándole vueltas en la cabeza, se le hizo evidente lo que debía hacer. Así que lo escribió, cómo el autor fue de repente al zafacón de la cocina y lo abrió para encontrar la bolsa de donde salió la caja del bizcocho, y como lo esperaba, en la bolsa estaba la dirección y el nombre de la repostería donde su esposa y su hija lo habían comprado. Así que siguió escribiendo cómo sacó la bolsa y metió el bizcocho dentro, bajó las escaleras y lo botó todo en la basura. Después se montó en el auto y se dirigió a la repostería donde encontró el mismo bizcocho, lo compró y lo llevó a casa, casi volando sobre sus gordas piernas por las escaleras y a través de la puerta trasera que daba a la cocina, donde procedió a abrir la caja del bizcocho, cortar un poco más del equivalente a dos pequeños pedazos y sentarse a comer con tal delicadeza y placer hasta haber dejado el bizcocho casi igual de cómo lo dejaron las mujeres al salir, devolvió el bizcocho a la caja en la nevera y botó la bolsa en la basura.

Cuando las mujeres regresaron a casa un tiempo después, él estaba en su escritorio escribiendo acerca de su regreso. Justo cuando estaba narrando ese mismo regreso su esposa lo miró y dijo, “¿por qué tienes un poco de chocolate en la barbilla?”

“Porque no pude resistir ese bizcocho, tuve que comerme un pedazo”, contestó.

“Bueno, un poquito no debería estar tan mal”, dijo ella. “¿Y tu cuento?”

“Estoy terminando.”

“¿Y cómo va?”

“Un bizcochito”, dijo él.

 

 

 

El traductor: José Julio Rodríguez, de Aguadilla, Puerto Rico trabaja en Laberinto, la librería en el Viejo San Juan, Puerto Rico y autor del libro La caída.

 

 

Ángel G. Quintero Rivera presenta Cuán alta la luna, Breves sueños y escenas de una vida larga de Marc Zimmerman