De zorros y erizos

De zorros y erizos

En el verano de 2013, Raúl Dorantes publicó su primera novela: De zorros y erizos. A un año de su publicación —que tuvo un tiraje de 500 ejemplares—, la novela se encuentra casi agotada sin haber salido de Chicago. El drama se desarrolla en el barrio de Pilsen, justo en los días en que inició la Guerra en Irak. Mientras sale la segunda edición, El BeiSMan publica el primer capítulo de esta ópera prima.

I

En el crucero de la Cermak recordaría a Piotri y las risas de niña ahogada de la Condolesa. Se hallaban en la ciudad, según ellos, para transgredir una vida dedicada al negocio y casi nunca al ocio. Yo avanzaría por las vías del tren, la cuadra de los almacenes y los billboards de productos Goya. De cara al sol, y casi llegando a la Racine, irían surgiendo algunas preguntas sobre mi trabajo en el Titos. Media cuadra más adelante sentiría un estallido, acaso proveniente del subsuelo, y de inmediato se me revelaría que en ese diner estaba el hilo de mi reportaje.

La mesera ya se encargaba del café y —como de costumbre— no respondería a los buenos días; simplemente habría de prender la tele. Yo colocaría mi morral debajo del mostrador, y en vez de malla me dejaría la gorra como el Ché. Luego me apuraría a calentar las dos parrillas: un fósforo color ladrillo y la corona de gas siempre bajita. El alegre sonido de las lozas iría invadiendo la campana de la chimenea. Llegarían, casi a la par, un jardinero que siempre compraba Sprite y la señora de chongo y maquillaje que había visto tomar café durante meses.

—Morning guys!

Ni la mesera ni yo le respondimos, más bien le pondríamos atención a Despierta América y a la ventaja de comprar medicinas genéricas. Alrededor de las seis, un tercer cliente abriría la puerta para irse directo a las mesas del fondo; pese a su barba de días, no habría en él dejos de hambre ni de desvelos recientes. La señora lo vería de reojo, como confirmando que se trataba del pintor. Caviloso, el hombre rodearía una de las mesas e iría a sentarse en un booth, oye niña, ¡límpiale aquí, carajo!, por eso el lugar está tan vacío. Al parecer había costras de leche derramada y la mesera amenazó con un complain. De dos movimientos, el hombre se quitaría la gabardina dejando oír algunos iones; y desde allá, sin esperar a la mesera, volvería a pedir un café sin crema y sin azúcar.

—¡Bien cargado! —gritó—. Y de hoy.

Y miraría a la mujer que estaba enfrente, sí, era la nuca y el pescuezo de la Tongo. Él inhalaría de su Winston; ella, entre uno y otro sorbo, esperaría el sablazo… Ningún sablazo. Sólo el peso de la mirada ahí detrás, un par de ojos muy vivos debajo de la boina, enjuágame el trapo, me dijo la mesera, hay cada cerdo en este barrio. Exprimí el trapo y saldría un chorro blanco, como de agua y cal; recuerdo que lo devolví hecho un cilindro y que de nuevo vi a la Tongo, su cabeza moviéndose de un lado a otro como para evitar un ardor. Arrastrando la mano, con palpitaciones de medusa, alejaría el papelito de la cuenta y miraría a través de los ventanales los primeros movimientos de la Cermak, un negro bostezando junto a la parada del bus y más allá caminando en círculo las cajeras del almacén.

—¡Quihubo! —dijo a sus espaldas el pintor.

Ante la falta de respuesta, él también se quedaría mirando hacia la calle. Era una mañana agradable, 80 grados Farenheit sin el factor viento, eso en Despierta América y también algo sobre unos jeans que levantaban los glúteos y redondeaban las piernas. Un tres de julio todavía sin cuetes ni banderas. En la calle se podía andar con pocos trapos, pero la gente parecía no darse cuenta, como si a pesar de la humedad y el calor nos gustara seguir con la coraza. Acá en el diner, la Tongo iría sacando de algún pliegue las monedas, cuatro coras justas (los centavos de los taxes se le perdonaban). En la mesa de atrás el viejo acabaría por decidirse sacrificando su colilla en el plato del café.

—Te juro Yolanda…

Parecía una provocación que él la llamara por su nombre. De cualquier modo, ella buscaría aquel rostro en el reflejo del vidrio. ¿Era acaso Xul? ¿El pintor? ¿Más pícaro que en diciembre? Imposible saber a través del reflejo: el ángulo y los rayos del sol no se prestaban. Mirando hacia la calle, la Tongo le lanzaría el primer insulto, una palabra en inglés que a nadie ruborizó. Tras el insulto vendría una pausa, que él habrá tomado como una señal feliz.

—Te juro, Yolanda, que no te engañé.

En la mesa de enfrente surgiría de nuevo esa palabra, una sílaba con exceso de consonantes. La mesera, tronándole los dedos, le pediría a la Tongo que bajara la voz o que se fuera, porque aquí nadie le grita a nadie, did you hear? Arriba la barra de luz disminuiría hasta lo que podrían ser 40 watts y en la pantalla Sammy el estilista de las estrellas afirmando que no había mujeres feas sino mal arregladas: si tú luces bien, yo luzco mejor.

—Yolanda, entiende, si entré a este lugar no fue por ti… Todavía dejan fumar.

—Leave me alone, OK? I don’t wanna talk to you!

Al pintor lo conocí en Navidad, cuando el Titos aún abría por las noches. Desde entonces no usaba ningún alias; sólo su boina vasca y una gabardina roída pero elegante. Pedía café sin crema, sin azúcar, todo estudiado como para darse pesadez, esfuerzo más que inútil debido a un brillo cobrizo que le desarrugaba la frente. Por el cantadito se me ocurrió que venía del De Efe. Y sí: de Iztapalapa. Aquella noche, la de nuestro primer encuentro, yo intentaba librar el hastío concentrándome en la mezcla de pancakes, y si lo dejé que conversara fue porque no parecía waino ni tecato. Habló en voz alta sobre cuadros y pintores, fíjate bien, ñero, todo Picasso es neurosis, en cambio Rembrandt y sus sombras cómo nos transmiten calma, y aclaraba que eran soliloquios, que por favor no lo detuviera. La última vez que lo vi fue en Semana Santa. Sacó un boleto de Lotto y dijo con un tono juguetón: por dos numeritos, carnal. Luego, sería a mediados de junio, el Titos empezó a abrir a las 5:30 de la mañana.

—Te has puesto gordis, Yolanda.

—Beg you pardon!

—Rubenesca, quise decir… Rubenesca.

Pareció no molestarle que le recordaran las libritas sino que de nuevo la llamaran por su nombre. Sus ojos seguirían puestos en la parada del bus, el negro contando sus monedas y más allá, como en una ronda, las cajeras empujándose entre risas. Acá en el diner el diálogo seguiría sin nacer y Sammy ofreciendo tips para hacerse rayitos de dos colores.

—¡Carajo, ya voltea!

—Pintor, si volteo me vuelvo sal, y eso tú bien lo sabes.

El origen del conflicto no lo conocía, ni siquiera que hubiera un pasado entre ellos, una pasión que abrazaba esas calles y sus alrededores. Por eso, mientras oía cada fuck en boca de ella, o un chasquido en la de él, llegaría a pensar que valía la pena aguantar el trajín del diner y posponer mi viaje a Alaska. Con el pintor y la Tongo había hilo para ir tejiendo un reportaje, párrafos y cuartillas en un estilo directo, sin abuso de símiles y metáforas. Frente a los quemadores del Titos, no se me podía ocurrir que acabaría vaciando las primicias del material —recuentos, plagios, entrevistas— en el interior de un Boeing 747, arrullado por el ruido de las turbinas, 4,000 kilos de empuje y el vigor de 3,000 galones de turbosina: señores pasajeros, hay dos salidas de emergencia, en caso de que el capitán active la luz roja usted debe...

—¿Otra vez lo de la mascarilla?

—Mira esta pinche azafata. ¡Por lo menos que sonría!

—Las de antes sí lo hacían.

Desde aquí, entre cúmulos de nubes, cabe reconocer la ligereza del despegue y la forma en que Chicago se va volviendo una cuadrícula cartesiana, primero las luces del aeropuerto, enseguida el alumbrado de los suburbios del noroeste, el enjambre de luciérnagas en los edificios del downtown y de pronto, sin transición de tonos, un enorme hoyo negro: las aguas del lago Michigan.

Entre estas nubes, cabe también recordar que a la Tongolele la conocí en abril. Vino a sentarse en el mostrador acompañada de un reverendo; además de café, pidió galletas y su taza de minestroni. Me llamó la atención el mechoncito blanco a lo largo de su pelo. A los tres días volvería a venir, now without crackers, please; después ya vendría a diario, sin nadie más, sólo una vez he tomado siesta, dijo al tiempo que dejaba caer los nickles sobre la formaica. Otras mañanas repetiría la frase y le agregaría sweetheart. Fue a partir de mayo que se me ocurrió escuchar sus diálogos con la mesera, la Tongo contándole que había crecido en Marquette Park en la época de los nazis, en esta acera los negros, allá la swástica y en medio de la calle 67 una hilera interminable de policías. También le hablaría de sus años en un ballet y trataría de improvisar un arabesco o una cabriola, incluso le llegaría a contar de cierta luna de miel con un pintor, según ella, el mejor para armar instalaciones. Jamás pasaría por mi cabeza que ese pintor fuera el hombre de la gabardina gris.

—Yolanda, no se te quita lo caprichuda.

—A little bit more respect, please!

La Tongo llevaba cuatro meses en el albergue de los anglicanos, el Saint James —donde los echan a la calle apenas raya el sol—, y al parecer se había vuelto experta en las dinámicas de los shelters; a los clientes del diner no dejaba de recordarles que para ser aceptados había que decir que los perros dicen nuestro nombre; que si no pega hay que decir que los pájaros también dicen nuestro nombre, las plantas, los postes, la banqueta, los hidrantes, así hasta que nos digan All right, baby, come on in for tonight. But just tonight.

Regresemos al tres de julio. El termómetro de Chicago habría llegado a los 82 grados, eso según Despierta América, que alardeaba de tener un metereólogo que conocía todos los climas.

—¿Todos? —dijo la Tongo—. Otro mentiriólogo.

Afuera pasaría el bus y lo abordaría el negro de las monedas. Tampoco estarían ya las cajeras del Zemsky y el sol se habría movido a la derecha. Ya sin su show, la Tongo tuvo que volver a la intimidad del diner.

—Ese día sacaste la gabardina. Sacaste las mancuernillas, la corbata…

—¿Y qué esperabas? —dijo el pintor—. Me llamaron de una oficina de talentos.

Difícil pensar que el hombre de la gabardina pudiera conseguir trabajo de actor. Un detalle nada más: no tenía un incisivo, el que en otro tiempo le habría dado una sonrisa de conejo. Me había dicho que un dentista le recibía paisajes y naturalezas muertas a cambio de ponerle la corona, pero que se le caía al mes; así, cada ocasión que precisaba diente debía llevarle una acuarela.

—¿Talentos? You’re also an actor? I wasn’t born yesterday.

Seguí preparando la mezcla de pancakes, en la pantalla ahora celebraban que un tal Yúnior hubiese ganado el Desafío, Yúnior podrá ser torpe pa’ bailar pero bueno pa’ cruzar ríos. La Tongo se obstinaría en darle la espalda al viejo y él trataría de explicar los pormenores del fraude.

—Firmé unos papeles —dijo—, dizque nos iban a pagar con acciones de cincuenta dólares.

—Your mama!

La Tongo y el pintor se habían conocido en El Trébol a mediados de 1990. El hombre era cinturita, huesudo de rostro, con rastrojos. Hubo aplausos la noche que la sacó a bailar, pues, según supe, nunca se había visto que una pareja bailara así la bachata. Ya fuera de El Trébol la besó y pronto se acomodaron en un basement. La Tongo, además de trabajar en la barra, empezó a tomar clases de primeros auxilios. Él nunca tendría nervio para el trabajo: se iba a reposar a cualquiera de las nueve iglesias o a mirar catálogos de arte en la Lozano Library.

—Gorda, ¿cómo se te puede ocurrir que hubo otra? ¿De veras crees que no pasan los años?

La Tongo sonreiría. ¿Por qué se había tardado el pintor en llamarla como antes? Se acercaba la reconciliación, un rayo nos guiñó sin regateos y un vendedor de elotes hizo sonar su corneta.

—Pues yo tengo tres meses con el reverendo —dijo ella.

Al pintor se le atragantó el café.

—¿Por qué me dices eso? ¿No ves que estoy comiendo?

—¡Yo sólo veo la calle! Creí que para ti era como ponerle otra mancha al tigre.

—Qué tigres ni que nada. Mírame por favor.

Llegar a saber que la Tongo terminó sus clases de primeros auxilios y que pudo dar lo del downpayment de una casa; que para completar las mensualidades, se le juntaba al pintor en sus correrías, el 1040, Doña Queta’s, La Oficina del Mayor... La Tongo cobraría por pieza y él tendría una cuota para las cantineras. La clave de ella era bailar a la árabe con el riguroso respiro del ombligo y las noches de viernes tongolear; la clave de él, la gabardina gris, no sólo por la elegancia sino también por esa ilusión que ofrecía a cada muchacha. El trabajo iba de martes a domingo, un día de descanso obligatorio. Por eso la Tongo no aguantó que el pintor descolgara la gabardina y llegara a rozar los lunes su piel con otra piel. El invierno del 91 acordaron el pacto de la Ashland: nunca más irían a las barras. Y así fue. Por trece años ella le toleraría que se perdiera en los callejones, he is off the wagon again, y el pintor caminaría con su pachita de Thunderbird o del peor de los whiskeys recogiendo mariposas que agregaba más tarde a una instalación. Todo estaba bien con la Tongolele, que el pintor perdiera otro diente o que le robaran su cartera, excepto que descolgara del clóset la gabardina gris.

Pero la descolgó el 12 de diciembre a cierta hora de la mañana. Que lo hizo para trabajar de extra en un programa de televisión; que iban a filmar la primera telenovela en español y que precisaban de docenas de rostros mayores y mestizos. Eso parecía repetir, entre labios, el pintor.

 —Pero era tu casa, Yolanda. Tú me pediste que me fuera.

—¡Mi casa! ¡Come on! El banco vino por ella el seis de enero.

—Voltéate pues. Recomencemos.

—Cuando a una mujer la engañan, se suelta el pelo y así se anda.

—Pero si nadie te engañó.

—…me lo volví a arreglar cuando conocí al reverendo.

Fui a rellenar la taza del pintor (no se llevaba con la mesera) y pude ver una tuna y un cuchillito nopalero. Rápido la peló y fue apareciendo un pequeño corazón moteado de semillas sin color. Se comería la tuna con el candor con que se hubiese comido un pastel tres leches. Pensé en la combinación y en la noticia sobre el reverendo que le había dado la Tongolele. Seguro que le iba a hacer corto en la tripa.

Se levantó la Tongo y su hombre alargó los brazos como hacen los santos en las iglesias. Me constaba que esa mujer y el arte objeto constituían las pasiones del pintor. La Tongo saldría del diner sin voltear, sin un adiós, y entre los dry walls sólo se escucharía la voz de Yúnior haciendo alarde de que ya sabía bailar. Habría un silencio mientras entraba un comercial, y yo aproveché para pedirle al pintor una entrevista. Nada: pasaron dos minutos en que solamente se oiría el tin de un tenedor. Por fin dijo que otro día podíamos hablar del barrio y demás yerbas. Se levantaría, poco a poco iría reconociendo cada espacio, la puerta del baño, un gabinete, los empleados y las mesas del lugar; entonces, como despidiéndose, lanzaría sobre la mesa dos pinceles y en el respaldo del booth fue acomodando la gabardina gris… Salió vistiendo nomás su camiseta.

Raúl Dorantes. Escritor, reside en Chicago. Autor de la novela De zorros y erizos.

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