¡Chau, Maestro!

¡Chau, Maestro!

 

El nombre oficial del barrio donde nací es Fraccionamiento San Andrés. Nombre ostentoso, teniendo en cuenta que la vista que teníamos desde mi casa era la de un extenso y triste terreno baldío. La cultura popular, que en cuestiones de lenguaje posee una desbordante y burlesca alegría, rebautizó la colonia con un escueto apodo que hasta hoy sobrevive: Cantarranas. 

La de los renacuajos no era la única voz del vecindario. Estaba, por ejemplo, La Solemnidad de Guadalajara, un grupo de metaleros que hoy día sería difícil diferenciar de los hipsters de Wicker Park. Hartamente popular, la banda ponía en alto el nombre de Cantarranas en los demás barrios de clase obrera de la ciudad. Está por demás decir que su repertorio ochentero era estrictamente en inglés, o por lo menos la variación tapatía del mismo.

La música a la que un niño como yo estaba expuesto era, pues, casi exclusivamente en inglés. A los siete años, mi primer disco fue, por ejemplo, un acetato de 45 revoluciones de Kiss. Asediado por el constante bombardeo de la cultura popular en lengua inglesa, el movimiento de Rock en tu idioma me tomó por sorpresa en mi adolescencia. Fue esa una gran afirmación de nuestra identidad, o un inteligentísimo oportunismo comercial. Depende. Lo cierto es que, con el tiempo, ese movimiento fue depurándose hasta dejar sólo lo mejor y alcanzar, en Gustavo Cerati, su cúspide.

Habrá quien diga que mejores roqueros ha habido y de sobra, incluso en nuestro idioma. Pero como en la música todo es subjetivo, lo diré de nuevo: Gustavo Cerati. No ha habido otro cantautor que haya llenado tantas horas de mi vida, que me haya hecho imaginar y soñar tanto.

Lo vi sólo una vez en Chicago, pero su música me ha acompañado por más de tres décadas. En una vida de altibajos, la música de Cerati ha sido siempre una constante, un refugio y un extravío.

Antes del llamado movimiento de rock en español éramos, Saúl Hernández dixit, malinchistas. Pero Cerati nos obligó a revalorar nuestros prejuicios. Nos regaló sus melodías y nos invitó a explorar el laberinto del idioma español. Un lenguaje que al principio nos habló de vitaminas y picnics y otras banalidades, pero que, conforme fue madurando, encontró el cauce preciso, como un río potente que se ensancha a su propio paso, y sus letras mismas adquirieron cierta musicalidad y nos regaló elegantísimas alusiones clásicas en un vernáculo popular. Era, el de Cerati, un lenguaje que afirmaba su procedencia pero sin caer en el chovinismo: cantó, en ocasiones, sobre la vida cotidiana de Buenos Aires como si se tratara de una mitología.

En la universidad una vez le presté Sueño Stereo a uno de mis compañeros, quien después me comentó que ese disco le recordaba a Radiohead. No es casualidad: Cerati fue gran admirador de la música británica, pero bien pudo haber sido uno de sus mayores exponentes.

Un día, después de una presentación, Cerati se desplomó y se echó a dormir. ¿Qué soñaste durante ese prolongado sueño, Gustavo? ¿Qué música imaginaste? ¿Qué te llevaste contigo?

Se nos ha ido Cerati, pero no sin antes transformar la trayectoria del rock en español, no sin antes tomar lo que existía sólo en forma embrionaria y volverlo libertad y vuelo. Porque Cerati hizo más que música: amó, como el gran poeta que era, su idioma, y supo tocar con él el corazón de todos aquellos que comparten su lengua.

Gracias, Gustavo. ¡Y chau, Maestro!

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José Ángel N., autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant.

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